lunes, 15 de noviembre de 2010

La conversión de Paul Claudel.



Paul Claudel (1868-1955), gran poeta y dramaturgo francés, nació en 1868. Licenciado en ciencias políticas, se dedicó a la carrera diplomática, representando a Francia en diferentes países del mundo. Durante su juventud, estaba totalmente impregnado del materialismo dominante y solamente creía en la ciencia. Vivió en la oscuridad de la falta de fe, creyendo que el universo era gobernado por leyes perfectamente inflexibles y automáticas. Pero en 1886 tuvo lugar el acontecimiento clave de su vida. Él mismo lo narra, veintisiete años después en su libro Mi conversión:

Así era el desgraciado muchacho que el 25 de diciembre de 1886 fue a Notre Dame (Nuestra Señora) de París para asistir a los oficios de Navidad. Entonces, empezaba a escribir y me parecía que en las ceremonias católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes.
Con esta disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía con un placer mediocre a la misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer, volví a Vísperas. Los niños del coro, vestidos de blanco… estaban cantando lo que después supe que era el Magnificat. Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía.
Entonces, se produjo el acontecimiento clave: en un instante, mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certeza que no dejaba lugar a ninguna clase de duda. De modo que todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida no han podido sacudir mi fe ni, a decir verdad, tocarla. De repente, tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios.
Era una verdadera revelación interior. Fue como un destello: “¡Dios existe y está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama!” Las lágrimas y sollozos acudieron a mí y el canto tan tierno del “Adeste”, aumentaba mi emoción.
Dulce emoción en la que, sin embargo, se mezclaba un sentimiento de miedo y casi de horror, ya que mis convicciones filosóficas permanecían intactas… La religión católica seguía pareciéndome el mismo tesoro de absurdas anécdotas. Sus sacerdotes y fieles me inspiraban la misma aversión, que llegaba hasta el odio y hasta el asco. El edificio de mis opiniones y de mis conocimientos permanecía en pie y yo no le encontraba ningún defecto. Lo que había sucedido, simplemente, es que había salido de él. Un ser nuevo, formidable, con terribles exigencias para el joven y el artista que era yo, se había revelado, y me sentía incapaz de ponerme de acuerdo con nada de lo que me rodeaba.
La única comparación que soy capaz de encontrar para expresar ese estado de desorden completo, en que me encontraba, es la de un hombre al que, de un tirón, le hubieran arrancado de golpe la piel para plantarla en otro cuerpo extraño, en medio de un mundo desconocido. Lo que para mis opiniones y para mis gustos era lo más repugnante, resultaba, sin embargo, lo verdadero, aquello a lo que, de buen o mal grado, tenía que acomodarme. Al menos, no sería sin que yo tratara de oponer toda la resistencia posible. Esta resistencia duró cuatro años. Me atrevo a decir que realicé una defensa valiente. Y la lucha fue leal y completa. Nada se omitió. Utilicé todos los medios de resistencia imaginables y tuve que abandonar una tras otra las armas que de nada me servían. Ésta fue la gran crisis de mi existencia, esta agonía del pensamiento sobre la que Arthur Rimbaud escribió: “El combate espiritual es tan brutal como las batallas entre los hombres”.
Los jóvenes que abandonan tan fácilmente la fe no saben lo que cuesta reencontrarla y a precio de qué torturas. El pensamiento del infierno, el pensamiento también de todas las bellezas y de todos los gozos a los que tendría que renunciar, si volvía a la verdad, me retraían de todo. Pero, en fin, la misma noche de ese memorable día de Navidad, después de regresar a mi casa, tomé una Biblia protestante que una amiga alemana había regalado, en cierta ocasión, a mi hermana Camille. Por primera vez, escuché el acento de esa voz tan dulce y, a la vez, tan inflexible de la Sagrada Escritura, que ya nunca ha dejado de resonar en mi corazón. Yo sólo conocía por Renán la historia de Jesús y, fiándome de la palabra de ese impostor, ignoraba, incluso, que se hubiera declarado Hijo de Dios. Cada palabra, cada línea desmentía con una majestuosa simplicidad, las impúdicas afirmaciones del apóstata, y me abrían los ojos…
Sí, era a mí, a Paul, entre todos, a quien se dirigía y prometía su amor. Pero, al mismo tiempo, si yo no le seguía, no me dejaba otra alternativa que la condenación.
Ah, no necesitaba que nadie me explicara qué era el infierno, pues en él había pasado yo mi “temporada”. Esas pocas horas bastaron para enseñarme que el infierno está allí, donde no está Jesucristo. ¿Y qué me importaba el resto del mundo, después de este ser nuevo y prodigioso que acababa de revelárseme?
En una carta que escribió en 1904 a Gabriel Frizeau le dice: Asistía yo a Vísperas en Notre Dame y, escuchando el Magnificat, tuve la revelación de un Dios que me tendía los brazos… Pero el hombre viejo resistía con todas sus fuerzas y no quería entregarse a esta nueva vida que se abría ante él… El sentimiento que más me impedía manifestar mi convicción era el respeto humano. El pensamiento de revelar a todos mi conversión y decírselo a mis padres… Manifestarme como uno de los tan ridiculizados católicos me producía un sudor frío. No conocía un solo sacerdote. No tenía un solo amigo católico… Pero el gran libro que se me abrió y en el que hice mis estudios, fue la Iglesia. ¡Sea eternamente alabada esta gran Madre en cuyo regazo he aprendido todo! Pasaba los domingos y muchos días de entre semana en la iglesia de nuestra Señora… No acababa de saciarme del espectáculo de la santa misa y cada una de las acciones del sacerdote se imprimía en mi espíritu y corazón… ¡Cómo envidiaba a los cristianos que iban a comulgar!
En cambio, yo apenas me atrevía a deslizarme los viernes de Cuaresma entre los que iban a besar la corona de espinas… Al fin, concentrando todo mi valor, me fui a un confesionario de san Medardo, mi parroquia. Hallé un sacerdote misericordioso y fraternal, el Padre Menard y, más tarde, al Padre Villaume, que fue mi director y mi padre amado. Aún ahora no ceso de sentir su protección desde el cielo. Hice mi segunda comunión en el mismo día de Navidad de 1890[1].

R. Padre Ángel Peña, O. A. R. Tomado de su obra “Ateos y Judíos Convertidos a la Fe Católica” Perú, 2005, versión digital de www.libroscatolicos.org.




[1] Ma conversion, en Les Temoins de la revista Renouveau Catholique de Th. Mainage, pp. 63-71.