sábado, 18 de diciembre de 2010

¿De qué tenemos que alegrarnos en Navidad?

Muchos cristianos ya no tienen ni idea de lo que en realidad festejan el 24 de diciembre a la noche. El Acontecimiento más extraordinario de la Historia ha sido frecuentemente reducido a una excusa para la reunión familiar, comunicarse buenos deseos o hacerse mutuos regalos. Eso sin hablar del “merchandising” y el insufrible “cocacolero” Papá Noel.


Hace ya unos años se estrenó una “remake” de una película famosa de la década de los años ’40 que se llamaba “Milagro en la calle 34”. Tanto la primera como la versión más moderna de 1994 tuvieron mucho éxito. Además, sin demasiados ribetes cursis, apelaban a legítimos recursos sentimentales y alguna que otra lágrima se nos pudo haber escapado al verlas. Sin embargo… lo que a uno le llama la atención es la falsificación del espíritu navideño que uno puede comprobar en muchas de estas comedias familiares. ¿Cuál debería ser ese espíritu? Si hablamos del espíritu de algo, casi siempre nos queremos referir a lo esencial, al nudo de algo, lo más profundo. Algunos transforman esta fiesta en una especie de “jornada solidaria” por los que menos tienen. Y esto no estaría mal siempre y cuando tengamos claro el sentido profundo y último de esta fiesta cristiana.

¿Qué significa “Navidad”?

            Uno de los signos más patentes de la deformación que está sufriendo la Navidad en nuestras sociedades secularizadas son las tarjetas que uno recibe. ¡Estoy harto de recibir palomitas de Picasso o las tarjetitas de UNICEF que, con sus dibujos estilo “naíf”, muestran niñitos jugando en un parque! De Cristo y el cristianismo…nada.  Por su parte, con Papá Noel (cuya versión actual es un invento de la Coca-Cola en 1931) no nos va mucho mejor: “Santa Claus permite participar del ‘espíritu de la Navidad’ sin ponernos ante disyuntivas ético–religiosas ni, menos aún, hacernos entrar en contradicción con lo que somos o hacemos durante el resto del año.” (Rodríguez, 1997:118).


Y encima parece que en Navidad tenemos que estar alegres. ¿Alegres por qué, de qué? Y las respuestas podrían ser varias, pero ¿cuál tendría que ser el motivo real? ¿Porque se termina el año?, ¿porque es la hora del balance?, ¿porque nos vemos las caras con toda la familia, incluso después de haber cumplido con alguna ceremonia religiosa?, ¿por los regalos?, ¿por qué nos suscitamos mutuamente buenos sentimientos?  Sabemos que el espíritu navideño no puede consistir ni en los regalos, ni en los adornos, ni en el árbol, ni siquiera en armar un pesebre. También sostenemos que la mayoría de la gente sabe que esos no deben ser los motivos de nuestra alegría, pero sabemos que la mayoría no sabe cuál es el motivo real. Alguien más avispado podrá llegar a decir: “Festejamos el nacimiento del Niño Dios y la llegada de la salvación al mundo”. El problema es que tengo toda la sensación de que muy pocos saben de qué nos viene a salvar. De hecho en la Universidad del Salvador hay alumnos que me preguntan: “¿Salvador de qué?”. En realidad muchos ni siquiera saben bien qué significa la palabra “Navidad”. Muy pocos sabrían contestar que “Navidad” significa en español “nacimiento de la vida” y que su declinación latina “nativitate” podría traducirse como “nacimiento de la vida para ti”. ¿De qué vida se habla aquí? De una nueva vida, de una promesa de salvación eterna, porque nuestra vida ahora sí, con Cristo, puede radicarse en el bien. Porque Jesús (que significa precisamente “Dios salva”) viene a salvarnos de una terrible situación de pecado, fruto de una misteriosa falta en el origen de los tiempos. Se trata de liberarnos de lo que los pensadores más lúcidos han caracterizado como la “condición humana”: una naturaleza herida y dañada en sus estructuras más íntimas, debilitada en su resistencia al mal. Es una impotencia objetiva, una incapacidad estructural, una esclavitud de la que el hombre no puede librarse por sí mismo, y, en consecuencia, no puede por sí mismo mantenerse en el bien sin caer tarde o temprano. A menos, claro, que… Dios venga a salvarnos. A menos que Dios nos capacite para el bien. Es lo que los teólogos han llamado con el nombre de gracia. Una fuerza sobrenatural que no es de este mundo y que nos capacita para el bien y para permanecer en él.

La verdadera alegría.

            Así que éste es el verdadero motivo de nuestra alegría. Porque aquellos que nacimos enemigos de Dios, podemos volver a la amistad con él, porque los que estamos enfermos, podemos ser sanados, porque los que nacimos esclavos podemos ser liberados, porque los sometidos a la muerte, podemos resucitar con él. Por esto tenemos que estar alegres en Navidad. Porque Dios no nos ha abandonado a la muerte y a nuestras miserias. Porque Dios se ha metido en la historia humana de la manera más inaudita. Porque no es un cínico y frío observador. No somos parte de un experimento cósmico, pequeñas hormiguitas controladas por una prescindente e inhumana divinidad. Al contrario, el cristianismo es la más brutal confirmación del amor de Dios por su creatura humana. Esto debe ser el motivo de nuestra alegría más auténtica y profunda.

Cómo Hollywood falsifica las cosas.


            ¿Y la nueva versión de “Milagro en la calle 34” qué tiene que ver con todo esto? Todo y nada. Todo porque pretende hablar del “espíritu navideño” y nada porque no tiene nada que ver con lo que acabamos de reflexionar. Empezando por la absoluta falta de mención a Cristo y lo cristiano (solo unas vagas y confusas referencias a “la Iglesia”) y terminando con el diálogo más importante entre Papá Noel y uno de los protagonistas principales, la señora Walker, que culmina en esta frase totalmente contraria al verdadero espíritu navideño. Hablando de sí mismo “Santa Claus” le dice: “Soy un símbolo de la capacidad humana para suprimir el egoísmo y las tendencias hostiles que controlan la mayor parte de nuestras vidas”. Nada más equivocado. No hay tal capacidad humana. No hay tal capacidad para salvarnos de nosotros mismos. Si el Evangelio quiere decir “Buena Noticia”, “Buena Nueva”, es porque previamente hay una Mala Noticia. Y esta es la de que el hombre no puede salvarse de su condición humana y de su miseria por sí mismo. Todos los totalitarismos y naturalismos lo han intentado y han fracasado miserablemente. La reacción del hombre autosuficiente de hoy frente al auténtico espíritu cristiano de la Navidad se parece a la de un joven atlético de 20 años al que se le dijera: “¡Te regalamos un transplante de corazón! Pero tenés que hacértelo ahora”. Su mirada, mezcla de asombro y terror, nos hablaría de su total rechazo. El hombre moderno se cree capaz de sanarse o sencillamente se considera sano. “Ningún Niño Dios tiene que venir a curarme de nada. En todo caso para eso tengo al psicoanálisis o a la new age”. Por eso, quizás, por haber olvidado o ignorado el verdadero sentido de esta fiesta, muchos se sorprenden a sí mismos hallándose tristes en Navidad. Y no entienden lo que les pasa.


Pablo Marini, revista “Tigris”, Diciembre de 2005.