sábado, 15 de enero de 2011

El Hombre mediocre (I).

Ernesto Hello (1828 - 1885).

El rasgo característico, absolutamente característico del hom­bre mediocre, es su deferencia por la opinión pública. No habla jamás, siempre repite. Juzga a un hombre por su edad, su posición, su éxito o su fortuna.  Siente el más profundo respeto por aquellos que son conocidos, no importa en virtud de qué títulos; por aque­llos que han impreso mucho. Haría la corte a su más cruel enemigo si ese enemigo llegara a ser célebre; pero no hiciera caso de su mejor amigo, si no lo elogiara nadie. No concibe que un hombre todavía obscuro, un hombre pobre con el cual todos se codean, a quien se trata sin cumplidos, a quien se tutea, pueda ser un hombre de genio.
Así fueses el más grande de los hombres, si te conoció niño, creerías hacerte demasiado honor comparándote con Marmontel[1]. No habrá algo en que se atreva a tomar la iniciativa. Sus admira­ciones son prudentes, sus entusiasmos son oficiales. Menosprecia a los jóvenes. Tan sólo cuando se haya reconocido tu grandeza, ex­clamará: ¡Bien lo había adivinado! Pero, ante la aurora de un hom­bre ignorado todavía, no dirá nunca: ¡He ahí el porvenir y la glo­ria! Quien a un trabajador desconocido pueda decirle: “¡Hijo mío, eres un hombre de genio!” tiene merecida la inmortalidad que pro­mete. Comprender  es  igualar,  ha  dicho  Rafael.
El hombre mediocre puede tener determinada aptitud espe­cial: puede tener talento. Pero la intuición le está vedada, no la tendrá jamás. Puede aprender, no puede adivinar. Admite algunas veces una idea, pero no la sigue en sus diversas aplicaciones; y, si se la presenta en términos diferentes, ya no la reconoce: la rechaza.
Admite algunas veces un principio; pero, si llegas a las con­secuencias de ese principio,  te  dirá que exageras.
Si la palabra exageración no existiese, el hombre mediocre la inventaría.
El hombre mediocre piensa que el cristianismo es una precau­ción útil, sin la cual sería imprudente pasarse. Sin embargo, lo detesta interiormente; también algunas veces tiene para con él cierto respeto, el mismo respeto que tiene para los libros que están de moda. Pero tiene horror al catolicismo: lo encuentra exagerado; le gusta más el protestantismo, al que considera moderado. Es amigo de todos los principios y de todos los contrarios de estos principios.
El hombre mediocre puede tener en estima a la gente virtuosa y a los hombres de talento.
Tiene miedo y horror a los Santos y a los hombres de genio; los encuentra exagerados.
Pregunta para qué sirven las órdenes religiosas, sobre todo las órdenes contemplativas. Admite las hermanas de San Vicente de Paul, porque su acción se hace a lo menos parcialmente, sobre el mundo visible.  Pero las  carmelitas,  dice,   ¿para qué  sirven?
Si el hombre naturalmente mediocre llega a ser seriamente cris­tiano,  cesa absolutamente   de  ser  mediocre.   Puede  no  llegar  a  ser un hombre superior, pero le arranca de la mediocridad la mano que empuña la  cuchilla.  El  hombre  que  ama,  nunca  es  mediocre.

Ernesto Hello, “El Hombre. La vida, la ciencia, el arte”, Editorial “Difusión”, Segunda edición, Buenos Aires, 1946. Págs. 64-66.


[1] Amigo de Voltaire, tipo del literato mediocre, quien tuvo cierta fama en  su   tiempo (1723-1799).