lunes, 3 de enero de 2011

El Sermón de la Montaña.


 
Cosimo Rosselli, Sermón de la Montaña y curación del leproso, Capilla Sixtina.

Quince siglos antes, desde la cima de otra montaña, el mismo Jehová había dictado el precepto fundamental impuesto por él al pueblo como una condición esencial de su alianza. Los ecos del desierto repetían aún las solemnes palabras caídas entonces desde el Sinaí: “Escucha, oh Israel, yo soy el Señor tu Dios, yo soy quien te ha sacado de la servidumbre del Egipto. No tendrás otro Dios delante de mí, porque yo soy el Señor tu Dios, el Dios fuerte y celoso”.
Mas, al tender Jesús una mirada sobre el mundo, vio que todos los pueblos judíos y gentiles adoraban, en presencia del verdadero Dios, á falsas divinidades, personificación vergonzosa de los vicios que manchaban su corazón. Sus dioses ó diosas eran el orgullo, la avaricia, la lujuria, la envidia, la cólera, la gula y la pereza. En vez de buscar las bendiciones de Jehová, todos, aún el judío, creían encontrar la felicidad en la satisfacción de las pasiones. El fariseo se embriagaba de gloria; el saduceo, de innobles placeres; todos ellos amaban el oro y la plata más que á la Ley, más que á Dios mismo. Y era tal la perversidad de 1a naturaleza humana, que en los momentos mismos en que Jesús restablecía el reino de Dios sóbrela tierra, oía resonar por doquiera, en Oriente y en Occidente, en Jerusalén y en Roma, el canto de aquellos idólatras:
“Felices los ricos que disponen á su antojo de los bienes de este mundo.
“Felices los poderosos que reinan sobre millares de esclavos.
“Felices aquellos que no conocen las lágrimas y cuyos días transcurren en las diversiones y placeres.
“Feliz el ambicioso que puede saciarse de dignidades y honores.
“Feliz el hombre sensual saturado de festines y voluptuosidades.
“Feliz el hombre sin compasión que puede satisfacer su sed de venganza y hacer trizas á su enemigo,
“Feliz el hombre sanguinario que pulveriza bajo su planta á los pueblos vencidos.
“Feliz el tirano que oprime al justó en la tierra y destruye en el mundo el reino de Dios”.
Así cantaban, siglos hacía, los hijos del Viejo Adán.
Las turbad reunidas en la montaña, no conocían otros principios sobre la felicidad y muchos se preguntaban desde largo tiempo, si tales máximas tendrían aceptación en el reino de que se decía fundador Jesús. Aguardábase con impaciencia que se explicase claramente acerca de las disposiciones requeridas para entrar en el número de sus discípulos.
Sentado, pues, sobre una colina desde donde dominaba la multitud, rodeado de sus apóstoles y con el pueblo congregado en torno suyo, el Salvador tomó la palabra y no temió oponer á las pretendidas felicidades del hombre caído, estas bienaventuranzas divinas que ninguna lengua humana había aún proclamado:
“Bienaventurados los pobres verdaderamente desprendidos de los bienes de este mundo,. porque de ellos es el reino de los cielos.
“Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
“Bienaventurados los mansos para con sus semejantes, porque ellos poseerán la tierra de los elegidos.
“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos.
“Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
“Bienaventurados los de corazón puro, porque ellos verán a Dios.
“Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
“Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
“Sí, dichosos seréis cuando los hombres os maldijeren y persiguieren por mi causa y dijeren falsamente contra vosotros toda suerte de mal.
“Regocijaos entonces y estremeceos de alegría, pues vuestra recompensa será grande en los cielos.
“Recordad también que no de otra manera fueron tratados los profetas que vinieron antes que vosotros”.
Con estas máximas jamás oídas, Jesús, verdadero Salvador del mundo, declaraba á los hombres viciosos que, para entrar en su reino y -volver á hallar la verdadera felicidad, era necesario reinstalar en su corazón al Dios que de él habían arrojado y hacer guerra abierta á las falsas divinidades, es decir, á las siete pasiones, fuente de todas nuestras desgracias.
Predicaba á los avaros la pobreza, á los orgullosos la dulzura, á los voluptuosos la castidad, á los perezosos y sensuales el trabajo y las lágrimas de la penitencia, á los envidiosos la caridad, á los vengativos la misericordia, á los perseguidos los goces del martirio. El alma no pasa de la muerte á la vida» ni restablece en ella el reino de. Dios, ni comienza a gozar en la tierra de la bienaventuranza del reino de los cielos, sino mediante el sacrificio de sus instintos depravados.
Mientras que Jesús hablaba, la mayor parte de los asistentes parecían estupefactos ante aquellas bienaventuranzas, calificadas hasta entonces de verdaderas maldiciones. Escudriñaban la fisonomía del predicador para tratar de sorprender en ella el sentido de sus palabras; pero su rostro permanecía tranquilo como la verdad; su voz dulce y penetrante, no revelaba emoción alguna. Dirigíase a una nueva raza de hombres más noble que la de los patriarcas, más santa que la de Moisés; á la raza pacida; del soplo del Espíritu: divino. Más esto lo comprendían únicamente aquellos a quienes una luz celestial comunicaba la inteligencia de estas misteriosas enseñanzas.
En cuanto á los codiciosos y soberbios fariseos, dábanse de muy buena gana por excluidos de un reino abierto sólo a las almas bastante enamoradas de Dios para despreciar los bienes de este mundo, los honores terrenos y los placeres carnales. Irritábanse contra este soñador que condenaba todas las acciones de su vida y todas las aspiraciones de su corazón. Pero Jesús, penetrando sus pensamientos criminales, lanzó contra ellos y sus adeptos estos terribles anatemas:
“¡Desgraciados de vosotros, ricos insaciables, pues halláis vuestras delicias en la tierra! ¡Desgraciados de vosotros los que estáis hartos de voluptuosidades, pues sufriréis un día los rigores del hambre! ¡Desgraciados de vosotros los que no Cesáis de reír, pues no está lejano el día en que gemiréis y lloraréis sin término! ¡Desgraciados de vosotros los que merecéis el incienso de los mundanos; sus padres incensaban de igual manera á los falsos profetas!”
Volviéndose entonces hacia los apóstoles encargados de extender su reino, les anunció que los hijos del siglo y sus falsos doctores no cesarían de hacer la, guerra á los ministro! de Dios, es decir, á todos los que predicaren y practicaren las virtudes enseñadas en la montaña; pero estos embajadores del Padre que está en los cielos, harían traición a su mandato si callasen por temor á los malvados, dejando a las almas sumergirse en la corrupción y en las tinieblas.
“Vosotros, díjoles, sois la sal de la tierra; si la sal se desvirtúa ¿con qué se salará? Sólo servirá para ser arrojada al camino y hollada por los transeúntes. Vosotros sois la luz del mundo. No se levanta una ciudad sobre una montaña para que quede oculta á las miradas, ni se enciende una lámpara para ponerla bajo el celemín, sino sobre un candelero para que alumbre a todos los que están en casa.
Que vuestra luz, pues, brille delante de los hombres, a fin de que vean vuestras buenas obras y glorifiquen á vuestro Padre que está en los cielos”.
Así habló Jesús á la Iglesia naciente. Y siempre la Iglesia, fiel á su jefe, será la sal que no se desazona y el faro que brilla en la noche tenebrosa. Hasta el fin de los siglos, se la oirá predicar las bienaventuranzas de la montaña y hasta el fin de los siglos se formarán á su voz legiones de pobres voluntarios, de vírgenes y penitentes, de confesores y mártires, que se considerarán dichosos con sufrir persecución por la justicia, dichosos con morir por Jesús que se dignó abrirles con su muerte las puertas de su reino.


R.P. Berthe, de su obra “Jesucristo. Su vida, Su Pasión, Su triunfo”. Traducción por el E.P. Agustín Vargas. Ed. Establecimientos Benziger & Co. S. A., Tipógrafos de la Santa Sede Apostólica. Insiedeln, Sotza, 1910.