martes, 1 de febrero de 2011

5. Tenemos por qué sentirnos inquietos.


Terminamos el último capítulo con la idea de que en la ley moral algo o alguien de más allá del mundo material está lle­gando a nosotros. No dudo que al llegar a ese punto algunos de ustedes hayan sentido cierto desasosiego. Tal vez piensen que les he estado armando una trampa; que he envuelto cuidadosamente, para que tuviera la apariencia de filosofía, lo que no es más que una perorata religiosa. Puede que se hayan sentido dispuestos a prestarme atención mientras que tuviéramos algo nuevo que decir; pero si no es más que reli­gión, ya el mundo está cansado de eso y para qué volver a lo mismo. Si alguien siente en esta forma, me gustaría decirle tres cosas:
Primera, en cuanto a eso de volver a lo mismo. ¿Creerían que lo digo en broma si dijera que a veces cuando un reloj no está señalando la hora precisa lo más sensato es hacerlo volver atrás? Pero olvidémonos de una vez de los relojes. Todos deseamos el progreso. Pero progresar es acercamos al lugar al cual queremos llegar. Si hemos tomado un sendero extraviado, avanzar por él no nos lleva más cerca de la meta propuesta. Si estamos avanzando por el camino equivocado, progreso es dar media vuelta y regresar al camino correcto; en tal caso el hombre que más pronto lo haga es el más pro­gresista. Todos hemos experimentado esto cuando hemos estado sacando cuentas. Cuando se empieza mal una suma, mientras más pronto se reconozca esto y se empiece de nuevo la operación, más rápidamente se efectuará la suma. No hay progreso en estar equivocado y rehusar reconocerlo. Creo que si echamos una mirada al actual estado del mundo, queda bien claro que la humanidad ha estado cometiendo una grave equivocación. Nos hallamos en el sendero equivocado. Si es así, debemos regresar. Regresar es la forma más rápida de avanzar.
Lo segundo es que todavía esto no se ha convertido exactamente en una “perorata religiosa”. No hemos llegado hasta el Dios de ninguna de las religiones actuales, y todavía menos al Dios de esa religión particular que se llama cristianismo. Ape­nas hemos llegado hasta Alguien o Algo que está detrás de la ley moral. No estamos tomando nada de la Biblia o de las iglesias; estamos tratando de ver lo que podamos hallar el cuanto a ese Alguien por nuestros propios medios. Quiero que quede bien en claro que lo que hallamos por nuestros propios medios es algo que nos sacude. Tenemos dos evidencias de este Alguien. Una de ellas es el universo que El creó. Si sólo utilizamos ésta como nuestra única pista, creo que deberíamos llegar a la conclusión de que El es un gran artista (porque el universo es un lugar muy bello), pero que también es inmisericorde y poco amigo del hombre, porque también el universo es un lugar peligroso y aterrador. La otra evidencia es la ley moral que El ha puesto en nuestras mentes. Y esta es una evidencia mejor que la otra, porque es una información interna. Es más lo que se halla en cuanto a Dios por medio de la ley moral que por medio del universo en general, tal como se halla más en cuanto al hombre escu­chando su conversación que contemplando la casa que ha construido. Partiendo de esta segunda evidencia, concluimos que el Ser que se halla detrás del universo está intensamente interesado en la conducta recta: el juego limpio, la falta de egoísmo, el valor, la buena fe, la honradez y la veracidad. En este sentido podríamos estar de acuerdo con lo que dice el cristianismo y algunas otras de las religiones: que Dios es “bueno”. Pero no nos apresuremos aquí. La ley moral no nos da fundamento alguno para pensar que Dios es “bueno” en el sentido de que sea indulgente, suave o compasivo. No existe indulgencia alguna en cuanto a la ley moral. Es tan dura como clavos. Nos dice que hagamos lo recto sin que pa ­ rezca que le preocupe lo doloroso, peligroso o difícil que es. Si Dios es como la ley moral, no es un Dios suave. De nada vale ahora decir que eso de que Dios es “bueno” significa que El es un Dios que puede perdonar. Es ir muy rápido.. Sólo una Persona puede perdonar. Y todavía no hemos dicho que es un Dios personal, sino que es un poder detrás de la ley moral, y quizás más bien una mente que es como cualquiera otra. Pero todavía en nada se parece a una Persona. Si es una pura mente impersonal, puede que no tenga sentido pedirle que nos haga concesiones o que nos permita salir de ciertas trampas, como tampoco tendría sentido alguno que se le pi-diera a las tablas de multiplicación que nos sacaran del aprieto cuando hemos cometido una equivocación en una operación de suma. La respuesta que se reciba tiene que ser equivocada. Tampoco sirve de nada el decir que si hay un Dios así, de una bondad absoluta e impersonal, ese Dios no es de nuestro agrado y no vamos a preocuparnos más en cuanto a Él. Porque la dificultad está en que una parte de nuestro ser se halla del lado de ese Dios, y estamos de acuer­do con El en cuanto a la desaprobación suya de la avaricia, las triquiñuelas y la explotación de los humanos. Quisiéramos que El hiciera una excepción en el caso nuestro, que nos excuse esta vez; pero en lo profundo nos damos cuenta de que a menos que el poder que se halla detrás del mundo deteste en forma real e inalterable esa clase de conducta, no puede ser bueno. Por otra parte sabemos que si existe una bondad absoluta, debe odiar la mayor parte de lo que hace ­mos. Este es el terrible aprieto en que nos hallamos. Si el universo no se halla gobernado por una bondad absoluta, entonces, a la larga, todos nuestros esfuerzos resultarán vanos. Pero si lo está, nos estamos convirtiendo todos los días en enemigos de esa bondad, y no parece que salgamos mejor parados mañana, por lo que quedamos de nuevo sin esperanza alguna. “Ni contigo, ni sin ti”, Dios es nuestro único consuelo, pero al mismo tiempo es nuestro terror supremo; lo que más necesitamos y lo que más deseamos evadir. El es el único aliado que podíamos hallar, y nos hemos convertido en enemigos suyos. Algunos hablan como si el encuentro con la mirada de la bondad absoluta fuera divertido. Que lo piensen de nuevo. Todavía están apenas jugando con la religión. La bondad es o bien la gran seguri­dad o el gran peligro, de acuerdo a lo que sea nuestra reacción frente a ella. Y no hemos reaccionado bien.
Y ahora el punto tercero. Cuando escogí presentar el tema en esta forma casi de circunloquio, no estaba tratando de jugarle a mis lectores ninguna especie de triquiñuela. Tenía otro motivo: que el cristianismo simplemente no tiene sen­tido mientras no nos hayamos enfrentado con todas las verdades que he descrito. El cristianismo les dice a las gentes que se arrepientan y les promete el perdón. Por lo tanto, hasta donde lo sabemos, no tiene nada que decirles a las gentes que no saben que han hecho algo de lo cual dejan arrepentirse y que no sienten necesidad alguna de perdón. Sólo cuando nos hayamos dado cuenta de que existe una verdadera Ley Moral y un Poder que la respalda, y de que la hemos quebrantado, y de que estamos a mal con tal Poder, el cristianismo empieza a hablar. No antes. Cuando uno se da cuenta de que está enfermo hace caso a lo que el médico dice. Cuando nos damos cuenta de que nuestra situación ha llegado casi al extremo de la desesperación, empezamos a entender lo que los cristianos dicen.
Los cristianos ofrecen una explicación de cómo fue que nos llegamos a ver en nuestro estado presente de odiar la bondad al mismo tiempo que la amamos. También ofrecen la explicación de cómo Dios puede ser la mente impersonal que se halla detrás de la Ley Moral, y a la vez ser una Persona. Nos dicen cómo las demandas de esta Ley, que ninguno de nosotros puede cumplir, otro las satisfizo por nosotros; cómo Dios mismo vino a hacerse hombre para salvar al hombre de la condenación de Dios. Esta es una vieja historia, y si quieres conocer más en cuanto a sus detalles, no hay duda de que consultarás a personas con mayor autoridad que yo. Lo único que estoy haciendo es decirle a la gente que se enfrente a la realidad, para que entienda las preguntas para las cuales el cristianismo dice tener una respuesta. Son realidades verdade­ramente aterradoras. Ojalá me fuera posible decir algo más agradable, pero debo decir lo que creo cierto. Por supuesto, estoy muy de acuerdo en que el cristianismo ofrece, a la larga, un consuelo inenarrable. Pero no empieza con el consuelo: empieza con lo que ya hemos des­crito, y de nada vale el tratar de llegar al consuelo antes de haber pasado por esa consternación. En la religión, así como en la guerra y en todo lo demás, no se llega a la tranquilidad y el consuelo con sólo buscarlos. Si buscas la verdad, al final encontrarás consuelo; si buscas el consuelo, no encontrarás ni el consuelo ni la verdad, sino castillos en el aire al principio y desesperación al final. La mayoría de nosotros perdimos la costumbre de antes de la guerra de hacernos castillos en el aire en cuanto a la política internacional. Es tiempo que hagamos la misma cosa en cuanto a la religión.

C. S. Lewis., tomado del libro “Cristianismo... ¡y nada más!” (Mere Christianity).

Capítulo anterior: 3. La realidad de la ley.