domingo, 10 de abril de 2011

Reservas ante la Inminente Beatificación de Juan Pablo II.

La prestigiosa publicación The Remnant, se ha hecho eco de la consternación y preocupación que causa a los tradicionalistas la inminente canonización de Juan Pablo II. Publicamos el artículo redactado por Michael Matt, director de la publicación. El artículo original lo podemos leer aquí.


Reservas ante la Inminente Beatificación de Juan Pablo II.

En la fiesta de San Benito.

La beatificación inminente del Papa Juan Pablo II el 1 de mayo 2011  ha suscitado gran preocupación entre los no pocos católicos de todo el mundo, que están preocupados por el estado de la Iglesia y los escándalos que la han afectado en los últimos años, escándalos que llevaron  al  futuro Benedicto XVI a exclamar el Viernes Santo de 2005: “¡Cuánta  suciedad hay en la Iglesia, incluso entre aquellos que, en el sacerdocio, deberían estar completamente entregados a Él!”. 
Expresamos en este  medio nuestra propia preocupación de acuerdo con la ley de la Iglesia, que dispone lo siguiente: Según los  conocimientos, competencia y posición  de que  gozan, los fieles tienen el derecho e incluso a veces el deber de manifestar a los Pastores su opinión sobre cuestiones que pertenecen al bien de la Iglesia, y también tienen derecho a hacer conocer su opinión a los demás fieles cristianos , con el debido respeto a la integridad de la fe y la moral y a la reverencia hacia sus pastores, y con la consideración por el bien común y la dignidad de las personas. [CIC (1983), Can. 212, § 3.] Estamos obligados en conciencia a procurar el bien común de la Iglesia  expresando  nuestras reservas sobre esta beatificación. Lo hacemos por los siguientes motivos, entre otros que podríamos poner de manifiesto. 

La verdadera cuestión. 

Destacamos en primer lugar que no presentamos estas consideraciones como alegación contra de la piedad personal o  integridad de Juan Pablo II, que debe presumirse.  La cuestión no es la piedad personal o la integridad como tal, sino más bien si  hay base, objetivamente hablando, para afirmar  que Juan Pablo II mostró virtud heroica  en el ejercicio de su alto cargo como Papa tal como debería resplandecer con santidad ejemplar para todos sus sucesores. La Iglesia siempre ha reconocido que la virtud heroica que se requiere en  una beatificación está inextricablemente ligada a la heroicidad  con que el candidato haya desempeñado  los deberes de  estado en su vida. 
Como el Papa Benedicto XIV (1675-1758) explicó en su magisterio sobre las beatificaciones, la práctica heroica del deber  implica actos que por muy difíciles  y “por encima de la capacidad del hombre corriente” que sean, se llevan a cabo con prontitud y facilidad, “con una santa alegría” y “con bastante frecuencia”, “cuando la ocasión de hacerlo se presenta”. [Cfr. servorum Dei De beatificatione, Bk. III, cap. 21 en Reginald Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior , vol. 2, p. 443]. 
Supongamos que un padre de  familia numerosa fuera candidato a la beatificación. Difícilmente se podría esperar que su causa avanzara si se diera el caso de que, por más piadoso que fuera, fracasara  en cuanto a exigir  disciplina y al impartir una formación  adecuada a sus hijos, quienes  habitualmente  le desobedecían viviendo desordenadamente en el hogar,  incluso abiertamente opuestos a las obligaciones de la religión,  o si, ocupado en  sus oraciones y ejercicios espirituales, se olvidara de proporcionar el sustento diligente de su familia permitiendo que su familia cayera en el caos. 
Cuando el candidato a la beatificación es un Papa -el Santo Padre de la Iglesia universal- la cuestión no es simplemente su personal piedad y santidad, sino también el cuidado de la gran familia de la fe que Dios le ha confiado, para lo cual  le ha otorgado gracias de estado -como Papa- extraordinarias. Esta es la verdadera pregunta: ¿Juan Pablo II ha desempeñado heroicamente sus funciones como Sumo Pontífice como lo hicieron sus santos predecesores: oponiéndose al error, defendiendo  al rebaño con prontitud y valor de la manada de lobos rapaces que lo dispersan, y protegiendo la integridad de la doctrina de la Iglesia y el culto sagrado? Tememos que en las circunstancias que rodean esta “vía rápida” de beatificación, la verdadera cuestión no ha recibido la consideración cuidadosa y sin prisas que se merece.

Indebida presión popular.


Nos preocupa  entre otras cosas  la  indecorosa presión de la “demanda popular” de esta beatificación como se evidencia por el lema “Santo Súbito” – “¡Santo ya!” Precisamente para evitar la influencia del sentimiento popular efímero, y permitir  la perspectiva de un juicio histórico sobrio, la ley de la Iglesia sabiamente establece un período de cinco años de espera antes de que comience un proceso de beatificación. Sin embargo, en este caso, se ha prescindido de dicho plazo de prudente espera. Así, un proceso que apenas se ha iniciado, ahora ya está casi en su final, como si se fuera a dar satisfacción inmediata a  la voluntad popular, aun cuando  no fuera esa  la intención. Somos conscientes del papel de la aclamación popular, incluso en la canonización de los santos, en casos excepcionales. 
El papa San Gregorio Magno, por ejemplo, fue canonizado por aclamación popular casi inmediatamente después de su muerte. Pero ese Romano Pontífice, de importancia excepcional, era nada menos que el constructor de la civilización cristiana, por medio de la cual se establecieron los fundamentos espirituales y organizativos de la Iglesia y de la cristiandad, que perduraron a través de los siglos. Del mismo modo, el Papa San Nicolás I, el último de los Papas que la Iglesia ha denominado “Grandes”, fue fundamental en la reforma de la Iglesia durante la gran crisis de fe y disciplina, que afectó sobre todo a la alta jerarquía, a cuyos miembros corruptos se opuso sin temor, y está considerado como un verdadero salvador de la civilización cristiana en un momento en que su supervivencia estaba en duda. 
Además, la aclamación popular de los beatos y los santos pertenece a un momento histórico en que el pueblo era mayoritariamente fiel y sumiso a la Iglesia. Debemos preguntarnos: ¿Qué valor tiene la demanda popular de esta beatificación en una época en que la gran mayoría de los católicos lo son simplemente nominalmente y llegan a rechazar cualquier doctrina de la fe y la moral que consideren inaceptable, sobre todo, la enseñanza infalible del Magisterio sobre el matrimonio y la procreación? 

Una herencia preocupante. 

Con toda franqueza nos vemos obligados a observar a modo de comparación que, visto el estado en que dejó a la Iglesia, el pontificado de Juan Pablo II, objetivamente, no justifica  la beatificación por aclamación popular, y mucho menos la canonización inmediata  que  pedía la multitud. Una evaluación honesta de los hechos obliga a la conclusión de que el pontificado de Juan Pablo II se caracterizó, no por la renovación y restauración que se vio durante los pontificados de sus eminentes predecesores, sino más bien, como lo calificó el Cardenal Ratzinger con la conocida frase [cf. L'Osservatore Romano, 9 de noviembre de 1984], por” una aceleración del ‘proceso continuo de deterioro’ sobre todo en los países occidentales de tradición cristiana de Europa, las Américas y el Pacífico”. Esta realidad objetiva es más evidente cuando se tiene en cuenta que el difunto Papa, muy cerca del final de su pontificado, lamentó la “apostasía silenciosa” de la antaño  Europa cristiana. [Cf. Ecclesia in Europa (2003), n. 9.]. 
Por otra parte, su sucesor, desde entonces ha venido denunciando públicamente el “proceso de secularización” que “ha producido una grave crisis del sentido de la fe cristiana y de pertenencia a la Iglesia.” Por todo lo cual, el Papa Benedicto XVI anunció la creación de un  nuevo pontificio consejo cuya tarea específica será “promover una renovada evangelización en los países donde el anuncio de la fe ya se oyó… pero que ahora padece una progresiva secularización de la sociedad y una especie de «eclipse del sentido de Dios’...” [cf. Vísperas Homilía, 28 de junio de 2010]. La penetración de la 'apostasía silenciosa ‘en el elemento humano de la propia Iglesia” resulta cada vez más evidente a partir del Concilio Vaticano II.
Antes del Concilio, el mundo entero estaba en decadencia precipitada, como Papa tras Papa habían advertido, pero dentro de la comunidad de la Iglesia la fe era todavía fuerte, la liturgia estaba intacta, las vocaciones eran abundantes, y  las familias eran  numerosas, hasta   la “apertura al mundo” preconizada por el Concilio. Parte del diagnóstico de la aparición repentina de la crisis eclesial posconciliar sin precedentes  fue propuesta por el actual Romano Pontífice, cuando  escribió como Cardenal en la mitad  de los 27 años de largo pontificado de su predecesor: “Estoy convencido de que la crisis eclesial en la que nos encontramos hoy depende en gran parte de  la decadencia de la liturgia…” [La Mia Vita (1997), p. 113: “Sono convinto che la crisi ecclesiale en cui oggi ci troviamo dipende en Gran instancia de parte dal crollo della Liturgia...”] No hace falta demostrar que un “colapso de la liturgia” es algo que la Iglesia absolutamente nunca había presenciado antes del Concilio Vaticano II, y llegó por las reformas” emprendidas en su nombre. Sólo  quince años después del Concilio, durante el segundo año de su pontificado, Juan Pablo II pidió públicamente perdón por “ la pérdida repentina y dramática de la fe y reverencias eucarísticas desde de la “reforma litúrgica”, aprobado por Pablo VI : “Me gustaría pedir perdón en nombre propio y en nombre de todos vosotros, queridos y venerados hermanos en el Episcopado-por todo lo que, por cualquier motivo,  como consecuencia de  debilidades humanas, impaciencias, o negligencias, y también  por  la errónea aplicación, a veces parcial o con prejuicios,   de las directivas del Concilio Vaticano Segundo, puede haber causado escándalo y perturbación sobre la interpretación de la doctrina y la veneración de este gran sacramento . Y le pido al Señor Jesús que en el futuro podamos evitar en nuestra manera de afrontar  este misterio sagrado, el  que nada pueda  debilitar o desorientar en cualquier manera el sentido de reverencia y amor que existe en nuestro pueblo fiel.” [Dominicae Cenae (1980), n. 12].
Pero esta sorprendente  petición de perdón de Juan Pablo II nunca fue seguida por una acción decisiva para detener la decadencia continua de la liturgia en los siguientes veinticinco años de su reinado. Muy por el contrario, en 1988, en el veinticinco aniversario, de la Sacrosanctum Concilium , el Papa elogió las "reformas  como el fruto más visible de todo el trabajo del Concilio”, señalando que para “muchas personas el mensaje del Concilio Vaticano II ha sido percibido ante todo mediante la reforma litúrgica.  En cuanto a la evidente caída libre de la liturgia, sin embargo, el Papa se limitó a notar los diversos abusos que se producen “en ocasiones”, al tiempo que insiste no obstante,  en que “la gran mayoría de los pastores y el pueblo cristiano han aceptado la reforma litúrgica, con  un espíritu de la obediencia y gozoso fervor”. [Vicesimus Quinto Anus (1988), n. 12.].
Sin embargo  hoy en  día, la mayoría del pueblo cristiano ni siquiera cree en la presencia real de Cristo en la Sagrada Eucaristía, que reciben en la mano, de las manos  no consagradas de los ministros laicos, como si se tratara de una simple oblea de pan, que es exactamente como que lo tratan. Por otra parte, observando una obediencia selectiva casi universal al Magisterio, la práctica de la anticoncepción se ha generalizado entre los católicos, cuyo punto de vista sobre la anticoncepción no es muy distinto al de los protestantes, según innumerables encuestas. Esto también se evidencia por la caída en picado de la bajísima tasa de natalidad de  las poblaciones católicas del mundo occidental,  en el que ni siquiera  existe una natalidad suficiente para  el reemplazo demográfico. 
Por eso el mismo Juan Pablo señaló el “temor generalizado de dar vida a nuevos niños” en medio de la apostasía silenciosa” como denunció en Ecclesia in Europa. De hecho, no puede negarse que la mayor tasa de nacimientos en el mundo católico se ve entre “tradicionalistas” que no toman parte en la liturgia reformada o que,  no habiendo otra alternativa, la sufren comoquiera, menos con “gozoso fervor”. Por otra parte, es evidente que Juan Pablo II contribuyó a la caída litúrgica por sus propios actos. Por primera vez en su historia  la Iglesia fue testigo durante su pontificado  de la novedad escandalosa de las “monaguillas”, sobre la que el Papa revocó su decisión previa  con la prohibición de la innovación como incompatible con la tradición bimilenaria de la Iglesia. 
También sucedieron las  “inculturadas” liturgias papales que incluían  música de rock y elementos francamente  paganos, tales como espectáculos impactantes como la mujer de pechos desnudos leyendo las lecturas bíblicas en Nueva Guinea, danzantes aztecas con plumas, girando y agitando sonajas  en un “ rito de purificación” en México y la “ceremonia fumando” como sustitución de  los  prescritos ritos penitenciales  en Australia. La excusa de que el Papa no sabía nada de estas aberraciones litúrgicas de antemano es desmentida como algo de su propia elección al mantener al autor y orquestador de todo ello: Piero Marini, quien se desempeñó como  Maestro de ceremonias de las celebraciones de la Liturgia Pontifical de  Juan Pablo por casi veinte años, pese a las protestas en todo el mundo en contra de los abusos  realmente grotescos de la liturgia romana.
Marini fue finalmente, gracias a Dios, sustituido por el Papa Benedicto XVI en 2007. La  honradez obliga  admitir que si los grandes papas  preconciliares hubieran sido testigos de estas liturgias papales de Juan Pablo II, o incluso el estado general del Rito Romano a lo largo de su pontificado,  habrían reaccionado con una mezcla de indignación e incredulidad aterrorizada. Pero no sólo la liturgia estaba en un estado de colapso a finales del último pontificado. Como señalamos al principio de esta Declaración, el Viernes Santo de 2005, justo antes de subir a la silla de san Pedro, el Cardenal Ratzinger dijo: “¡Cuánta suciedad  hay en la Iglesia, incluso entre aquellos que, en el sacerdocio, deberían estar completamente entregados a Él!” [cf. “Homilía para la misa del Viernes Santo”, 2005]. La “suciedad a la que el Cardenal  se refería era  por supuesto el increíble número de escándalos sexuales que involucraban actos atroces  por parte de sacerdotes católicos  que saltaban a la luz pública  en las naciones de todo el mundo- cosecha de décadas de “renovación conciliar” en los seminarios. En lugar de sancionar a los obispos que fomentaron esta suciedad en sus seminarios, que la encubrieron trasladando a los depredadores sexuales de un lugar a otro, causando luego la quiebra de sus diócesis mediante el pago de las condenas civiles, Juan Pablo II,  fue siempre refugio seguro para muchos de los prelados más notoriamente negligentes. Tal vez, el ejemplo más notable es el cardenal Bernard Law. Obligado a declarar ante un gran jurado sobre su negligencia al no hacer frente a la depredación  homosexual desenfrenada de jóvenes por parte de sacerdotes en la Arquidiócesis de Boston, que resultó en $ 100 millones en los pagos  a más de 500 víctimas, el  “castigo” del Papa, después de su renuncia como arzobispo, fue el llevarlo a Roma y premiarlo con  una de las cuatro basílicas patriarcales de la ciudad para que la presidiera como Arcipreste.
¿Y lo del arzobispo Weakland,  conocido disidente teológico que admitió en una declaración que él deliberadamente hizo regresar a depredadores homosexuales a  la Arquidiócesis de Milwaukee al ministerio sacerdotal activo sin previo aviso a los feligreses y sin notificar a la policía sus delitos? Después de haber llevado a la Arquidiócesis a la bancarrota a causa de los procesos civiles resultantes, Weakland puso fin a su larga carrera  socavando la integridad de la fe y la moral – mediante una publicidad servil- sólo después de conocerse la sustracción hecha por él mismo de $ 450,000 de los fondos de la arquidiócesis para pagar a un hombre con quien había tenido una relación homosexual.  
Juan Pablo II permitió  a este obispo- lobo rapaz- que se retirara con la plena dignidad de su alto cargo en la Iglesia, después de que una editorial protestante, publicara sus memorias: “Un peregrino en una Iglesia Peregrina. Memorias de un arzobispo católico” Un recensionista admirador escribió que el libro retrata a un hombre imbuido de los valores del Concilio Vaticano II [que] tuvo el coraje de llevar adelante tanto como abad primado benedictino como siendo arzobispo de Milwaukee”. 
La “suciedad” que afectó a la Iglesia durante el último pontificado incluye la larga historia de depredación sexual por el padre Marcial Maciel Degollado, fundador de los “Legionarios de Cristo,” supuestamente el ejemplo mismo de la “renovación  en  acción”. Juan Pablo II se negó a iniciar cualquier investigación sobre la conducta de Maciel, a pesar de la creciente evidencia de crímenes abominables que, gracias a la publicidad en todo el mundo, son ahora los más famosos jamás cometidos por un clérigo católico. Sin haber atendido  a los cargos canónicos- ampliamente conocidos-  contra Maciel  presentados durante largo tiempo por ocho de los seminaristas Legionarios de Cristo de los que había abusado sexualmente, 
Juan Pablo generosamente lo honró en una ceremonia pública en el Vaticano en noviembre de 2004. Días más tarde, sin embargo, el entonces Cardenal Ratzinger “tomó a su cargo el autorizar una investigación de Maciel”. [Jason Berry, el dinero allanó el camino para la influencia de Maciel en el Vaticano”, National Catholic Reporter , 6 de abril de 2010]. Juan Pablo tuvo que morir literalmente antes de que Maciel pudiera ser sancionado. Maciel fue retirado finalmente del ministerio activo y fue recluido en  un monasterio casi inmediatamente después de que el cardenal Ratzinger se convirtiera en el Papa Benedicto XVI. Pero esto era sólo parte de un patrón descrito por un destacado comentarista católico: “Juan Pablo  volaba a gran altura y dejó los escándalos que se extendían bajo sus pies al poco carismático Ratzinger  para que los limpiara. Este patrón se aplica de lleno a otras cuestiones que el último  Papa trató de  evitar, como  el envilecimiento de la liturgia católica, o el  resurgimiento del Islam  en la otrora Europa cristiana”. [Ross Douthat, “El Papa mejora”, New York Times, abril de 11, 2010].
Otra razón para tener  reservas en relación a esta beatificación es que a lo largo del largo pontificado de Juan Pablo II los fieles católicos quedaron desconcertados y escandalizados por numerosas declaraciones papales manifiestamente imprudentes y gestos tales de que la Iglesia nunca ha sido testigo en 2000 años. Para recordar sólo algunos de los ejemplos más conocidos: Las   numerosas peticiones de perdón teológicamente discutibles por los  presumibles pecados de los católicos de épocas anteriores de la historia de la Iglesia. Por supuesto, el mundo no vio el  sin precedente  mea culpa del Papa como una manifestación de la humildad de la Iglesia. Por el contrario,  como era bastante predecible, se interpretó como  la admisión de culpabilidad histórica de la Iglesia en  todo tipo de delitos de lesa humanidad. Con la excepción de la  aparentemente olvidada  disculpa en Dominicae Cenae, sin embargo, no hubo disculpas por el fracaso catastrófico de los miembros vivos de la jerarquía en  preservar la fe y la disciplina en medio de un  “proceso continuo de deterioro” y “apostasía silenciosa”.

Las reuniones de Asís de octubre 1986 y enero de 1982.

En Asís del año 2002, Juan Pablo ofreció un lugar  en el convento de Sain Francisco a los  practicantes de “las grandes religiones mundiales”, desde el animismo al zoroastrismo, para promulgar sus rituales de culto en ese sagrado santuario católico. En relación al énfasis  puesto en los lugares dispuestos“, declaró el Papa a un conjunto heterogéneo que incluía a los practicantes de vudú:” vamos a orar en diferentes formas, respetando mutuamente las tradiciones religiosas. “[cf. “Discurso de Su Santidad el Papa Juan Pablo II a los representantes de las Religiones del Mundo,” 24 de enero de 2002, y lista de participantes, vatican.va]. La inevitable conmoción causada por el caso de Asís, especialmente cuando se filtró a través del prisma de los medios de comunicación seculares, fue que todas las religiones son más o menos agradable a Dios,  tesis  rechazada enérgicamente como falsa por el Papa Pío XI en su encíclica 1928 Mortalium Animos
¿Por qué el Papa convocaría a todos los “representantes” en Asís para ofrecer sus “oraciones por la paz”? ¿Se puede honestamente negar que todos los  papas preconciliares predecesores  habrían condenado estos espectáculos? El  beso del  Papa al Corán durante la visita de 1999 a Roma de un grupo de iraquíes cristianos y musulmanes El patriarca  de rito caldeo católico de Irak elogió este acto como un gesto de respeto” a una religión cuya esencia es la negación de la Trinidad y la Divinidad de Cristo y que en toda su historia está marcada por la persecución de cristianos, como vemos en este mismo momento en Irak y  en las Repúblicas Islámicas  del mundo árabe. El sorprendente signo de exclamación del 21 de marzo de 2000 en Tierra Santa: “Que San Juan  Bautista proteja el Islam y todo el pueblo de Jordania...” [cf. “Homilía del Papa en Tierra Santa”, vatican.va.] 
¿Qué  explicación puede haber para esta oración sin precedentes pidiendo la protección a una religión en sí misma falsa  (sin serlo sus seguidores en cuanto seres humanos) ¡durante un sermón del Papa en Tierra Santa -  en el mismo lugar que fue liberado del Islam por la Primera Cruzada! La concesión de cruces pectorales – símbolos de la autoridad episcopal– a George Carey y Rowan Williams. Estos  así llamados arzobispos anglicanos de Canterbury,  cuyas ordenaciones sacerdotales y episcopales se descartó  definitivamente  como inválidas por  el papa León XIII en 1896 , en Curae Apostolicae, y que ni siquiera se adhieren a las enseñanzas de la Iglesia católica sobre asuntos de moralidad básica arraigada en la ley divina y la natural. [Cf. John Allen, “Las acciones hablan más fuerte del Papa”, Registro Nacional Católico, 8 de noviembre de 2002].         
Participación activa de Juan Pablo Papa en el culto pagano en un “bosque sagrado” en Togo. El propio periódico del Papa informó de cómo a su llegada a este lugar, “un brujo comenzó a  invocar a los espíritus”: Poder de agua, te invoco. Antepasados, os invoco”. Después de esta invocación de los “espíritus”, se presentó al Papa “con un recipiente lleno de agua y harina. En primer lugar hizo una leve reverencia y luego  dispersó la mezcla  en todas direcciones. Por la mañana  había realizado la misma acción antes de la Misa. El rito pagano (!) significa que el que recibe el agua, símbolo de la prosperidad, la comparte con sus padres echándola en el suelo”. [L'Osservatore Romano, italiano ed., 11 de agosto de 1985, p. 5]. Poco después de su regreso a Roma, el Papa expresó su satisfacción por su  pública participación en la oración y el ritual animista: “La reunión de oración en el santuario del lago Togo fue especialmente impactante. Allí recé por primera vez con animistas”. [La Croix, 23 de agosto de 1985]. 
Uno podría pensar que este acción, no sólo sin arrepentimiento sino públicamente alardeada, -debería ser razón suficiente para poner fin a la causa de canonización de Juan Pablo. Porque el Papa reconoció  públicamente, que oró... con animistas”-. “Y ese tipo de acción formal y la participación directa en el culto pagano – es algo que la Iglesia siempre ha considerado objetivamente gravemente pecaminosa. Como el Catecismo de la Iglesia Católica enseña, la idolatría pagana no se produce sólo cuando el hombre adora a falsos dioses o ídolos, como tales, sino también cuandohonra y reverencia a una criatura en lugar de Dios, ya se trate de dioses o demonios (por ejemplo, el satanismo), el poder, el placer, la raza, los  ancestros… La idolatría rechaza el único Señorío de Dios, por lo que es incompatible con la comunión con Dios”. [CCC § 2113].
Pero esto fue sólo el incidente más discutible entre otros muchos similares  durante el pontificado de Juan Pablo. Es interesante observar el veredicto póstumo de la Iglesia contra el Papa del siglo IV , Liberio, primer obispo de Roma en no ser declarado santo. Liberio había ganado esta dudosa distinción debido a que-en el exilio y bajo una gran presión del emperador aprobó una declaración ambigua doctrinal favorable al arrianismo y luego excomulgó a Atanasio, el campeón de la ortodoxia trinitaria. A pesar de que después de su liberación y regreso a Roma, inmediatamente se retractó de estas acciones lamentables y se confirmó su ortodoxia durante el resto de su pontificado, se le negó  la canonización. 
El servicio “ecuménico” de vísperas en la Basílica de San Pedro,  corazón de la Iglesia visible, en el que el Papa accedió a orar junto con  “obispos Luteranos”, incluyendo mujeres, que dicen ser los sucesores de los Apóstoles. Este espectáculo, por supuesto, invitó preguntarse sobre si el Papa estaba socavando su propia enseñanza contra la ordenación de las mujeres. [Cf. Allen, loc. cit.] En suma, por cualquier evaluación objetiva de los hechos, Juan Pablo II presidió y dejó tras  de sí  una Iglesia que se mantuvo en estado de crisis después de la crisis que estalló inmediatamente después del Concilio Vaticano II. Es cierto que su pontificado incluye  decididamente algunos  logros positivos, incluida la admirable defensa  de la vida humana ante la creciente “cultura de la muerte”,  la enseñanza valiosa en varias encíclicas sociales de peso, un pronunciamiento infalible contra cualquier posibilidad de la ordenación de las mujeres, y el motu proprio (Ecclesia Dei) que por lo menos sienta las bases para la “liberación” de la  misa tradicional en latín por el Papa Benedicto XVI.
Tampoco nos referimos al tema de la piedad personal y espíritu de oración que eran evidentes para aquellos que lo conocieron, y que  se reconoció al principio de esta Declaración. Sin embargo, difícilmente se puede negar que todos los predecesores de Juan Pablo II se habrían sorprendido y consternado por la desobediencia tristemente generalizada, la disensión doctrinal, la decadencia litúrgica, los escándalos morales, y la disminución de la asistencia a misa que se prolongó hasta el final de su pontificado – problemas agravados por nombramientos episcopales con frecuencia dudosos y  por las  tan cuestionables palabras papales  y los hechos que hemos recordado más arriba. Incluso el reformista Pablo VI, cuyas  iniciativas ecuménicas e interreligiosas eran mucho más cautas que las de Juan Pablo II, se habría horrorizado por el estado de la Iglesia al final del largo reinado de Juan Pablo II. 
Y fue el  propio Papa Pablo el que describió la debacle posconciliar ya en desarrollo  con algunas de las palabras más impactantes jamás pronunciadas por un Romano Pontífice: Por alguna fisura el humo de Satanás ha entrado en el templo de Dios: hay dudas,  incertidumbres,  problemas, intranquilidad. La duda ha entrado en nuestras conciencias, y ha entrado por las ventanas que se pretendía haber abierto a la luz. Este estado de incertidumbre reina también en la Iglesia. Se esperaba que después del Concilio habría un día de sol en la historia de la Iglesia. En su lugar, llegó un día de nubes, de  tinieblas, de andar a tientas, de incertidumbre. ¿Cómo sucedió esto? Vamos a confiar Nuestros pensamientos:ha habido intereferencia de un poder adverso: su nombre es el diablo… [Pablo VI, Insegnamenti, Ed. Vaticana, vol. X, 1972, p. 707] 
Al igual que Juan Pablo después de él, sin embargo, Pablo falló en tomar medidas efectivas para hacer frente a una debacle que el Papa, y sólo el Papa podría haber evitado, o al menos reducido considerablemente. Las devastadoras palabras del Papa Pablo reconociendo los hechos  fueron citadas nada menos que por Monseñor Guido Pozzo, secretario de la Pontificia Comisión “Ecclesia Dei”, en su discurso a los sacerdotes europeos de la Fraternidad de San Pedro el 2 de julio de 2010 en Wigratzbad. Como Mons. Pozzo admitió en esa ocasión: “Por desgracia, los efectos que se enumeran por Pablo VI no han desaparecido. Una manera de pensar extraña  ha entrado en el mundo católico, provocando confusión, seduciendo a muchas almas, y desorientando  a los fieles. Hay un “espíritu de auto-demolición” que difunde  el modernismo… “La crisis post-conciliar”, señaló, implica una “ideología para-conciliar”, que “propone una vez más las ideas del modernismo, condenado en el comienzo del  siglo XX  por San Pío X” Pero, ¿quién, si no el último Papa -y el anterior a él- tienen una  parcial responsabilidad por la difusión en todo el mundo católico de esta ideología heteredoxa para-conciliar? 
Ciertamente, Juan Pablo II, al igual que Pablo VI, promulgó una serie de documentos magisteriales  con doctrina tradicional contra esta  heterodoxia. Pero la cuestión que tenemos ante nosotros es la siguiente: ¿Fue suficientemente fuerte  y consistente su testimonio,  para que  se le pueda  calificar como un heroico defensor de la fe ortodoxa y la moral? O más bien, con sus muchas novedades cuestionables de  palabra y de obra– junto con sus omisiones y su falta de gobierno eclesiástico– ¿no han tenido en conjunto el efecto de quitar con la mano izquierda la mayor parte de lo que dio con la derecha? En este contexto, tomamos nota de la ironía suprema que, si bien una resurgente herejía modernista estaba causando el caos en toda la Iglesia, Juan Pablo II tuvo a bien anunciar personalmente la única excomunión de cinco personas durante sus veintisiete años como Papa:  la del fallecido arzobispo Marcel Lefebvre y los cuatro obispos que consagró en 1988, para la Sociedad de San Pío X, cuya finalidad (se esté de acuerdo o no con su enfoque) fue precisamente para oponerse a la “ideología para-conciliar”, de la que habló Monseñor Pozzo, según el programa del santo Papa cuyo nombre lleva su asociación. (Nota: Juan Pablo no anunció personalmente la excomunión de Tissa Balasuriya, a quien que de todos modos le sería levantada la excomunión dentro del año.) 
Como todo el mundo sabe, a principios de 2009 el Papa Benedicto XVI revocó la excomunión de cuatro obispos de la Sociedad. Desde entonces, se  ha observado que “puesto que estos cuatro obispos reconocen la primacía del Papa, jurídicamente tendrían que ser liberados de la excomunión…” [Luce del Mondo, p. 43] Pero siempre habían reconocido la primacía papal, a diferencia de las legiones de los católicos-laicos, sacerdotes, monjas, teólogos, e incluso algunos obispos que efectivamente se negaron a reconocerla estando en desacuerdo con la mayoría de las enseñanzas básicas del Magisterio, mientras que el Vaticano no hizo nada o casi nada desde hace más de un cuarto de siglo.
Así mismo, el desafortunado Pablo VI, en medio del montaje de “auto-demolición” de la Iglesia que él mismo denunció,  reservó la  más dura sanción  a la Sociedad y al Arzobispo Lefebvre, a quien reprendió públicamente por su nombre y luego condenó con la suspensión de la ejercicio de las órdenes sagradas, mientras los rebeldes  en teología y liturgia desbastaron la Iglesia  impunemente  en todo el mundo. Hoy en día muy pocos seriamente proponen la beatificación de Pablo VI, quien lamentó el desastre que él presidió, sin hacer  nada al respecto. 
De hecho, no hubo un proceso de beatificación  del Papa Pablo  hasta que Juan Pablo lo inició a nivel diocesano en 1993. Nada se ha avanzado desde entonces, después de haber sido  detenido en seco por cargos graves quizás no muy diferente de  los sugeridos aquí. Y así debemos preguntarnos: ¿Por qué la prisa para beatificar a Juan Pablo II, dado que perseveró inquebrantable en el programa reformista imprudente de su predecesor, añadiendo una larga serie de novedades  que ni siquiera el Papa Pablo, de semblante enormemente trágico, se hubiera atrevido a hacer? Por lo menos Pablo tuvo la franqueza de admitir que vio el humo de Satanás entrar en la Iglesia, no una nueva primavera de vida cristiana como se anunció en el Gran Jubileo, si los cristianos fueran dóciles a la acción del Espíritu Santo”. [Tertio millennio adveniente (1994), n. 18]. En honor de la verdad hay que ser franco al afirmar la conclusión obvia: Ningún Papa beato en la historia de la Iglesia tiene un legado tan preocupante como el de Juan Pablo II, y tal vez ningún Papa en absoluto, aparte de Pablo VI.

Un milagro dudoso.


Por último, no podemos dejar de señalar que el único milagro en el que se sustenta la beatificación-  la cura reportada de una monja francesa, la hermana Marie Simon-Pierre,  que se dijo  sufría de la enfermedad de Parkinson-es cuestionable. Por un lado, el diagnóstico mismo de Parkinson deja lugar a dudas en ausencia de la prueba definitiva  que la ciencia médica admite: la autopsia del cerebro. Hay otras enfermedades sujetas a la remisión espontánea  que pueden parecer Parkinson. Por otra parte, el nexo entre la supuesta cura de la monja y una “noche de oraciones a Juan Pablo II” parece dudosa. ¿Las oraciones de esta monja excluyeron  la invocación de cualquier a o de todos los santos reconocidos? 
Compárese  los dos milagros- fue el mismo Juan Pablo,  el que redujo la exigencia a uno solamente -que Pío XII consideró suficiente para la beatificación de Pío X. El primero era una monja que tenía cáncer de huesos y fue curada instantáneamente después de que una reliquia de Pío X fuera colocado en el pecho. El segundo implicó a una monja cuyo cáncer desapareció cuando ella tocó una imagen con la reliquia de Pío. Ningún parecido existe entre la supuesta cura en este caso con la supuesta reliquia de Juan Pablo II. No se trata aquí de la autoridad de la enseñanza infalible de la Iglesia, la evaluación de este  único milagro  es un juicio  médico sujeto a la posibilidad de error. Imagínese el daño a la credibilidad de la Iglesia si esta monja con el tiempo sufre un retorno de sus síntomas. 
De hecho, en marzo del año pasado el diario Rzeczpospolita, uno de los periódicos más respetados de Polonia, informó que se había producido un retorno de los síntomas y que uno de los dos asesores médicos habían expresado dudas sobre el supuesto milagro. Este informe llevó al ex jefe de la Congregación para las Causas de los Santos, Cardenal José Saraiva Martins,  a revelar a la prensa que “Podría ser que uno de los dos consultores médicos tal vez tenía algunas dudas. Y esto, por desgracia, se filtró. “Martins reveló además que” las dudas requieren mayor investigación. En tales casos, dijo, la Congregación pediría  que entraran más médicos para ofrecer una opinión”. [Nicole Winfield, de Associated Press, Juan Pablo II “milagro” más controlada, 28 de marzo de 2010] Un médico dudó del milagro, y cuando sus dudas se “filtraron”, de manera inesperada a otros médicos se introdujeron otros médicos y esto hace ¡menos de un año! ¿Realmente  estamos ante el mismo tipo de curaciones indubitables reconocidos por Pío XII en la beatificación de Pío X?

Consecuencias probables de esta beatificación.

Una vez más, la verdadera pregunta sobre esta beatificación no es si Juan Pablo II fue un hombre bueno o santo, sino más bien lo que significaría su beatificación para las masas que no distinguen entre beatificación y canonización. Esto significaría que  la Iglesia tiene como santo, e incluso lo tiene entre los grandes Pontífices romanos,  a un Papa cuyo gobierno  de la Iglesia no puede resistir la menor comparación con los ejemplos de sus predecesores santos y beatos. Considérese a continuación al penúltimo de los Romanos Pontífices santos: San Pío V, un modelo de fortaleza en su reforma del clero, de acuerdo con los decretos del Concilio de Trento, por sus medidas severas contra la propagación del error en la Iglesia, y  por su defensa de toda la cristiandad contra la amenaza del Islam ¡por quien Juan Pablo II imploró a San Juan Bautista su protección! 
Téngase en cuenta también al último Papa  elevado a los altares: San Pío X, también recordado por su valiente gobierno de la Iglesia en la represión de la herejía modernista que, precisamente,  estalló de nuevo después del Vaticano II, extendiéndose por todo el mundo católico durante el pontificado de Juan Pablo, como Monseñor Pozzo tan cándidamente observó hace tan sólo unos meses (pero sin que pareciera pensar que en ello tuviera responsabilidad el jefe de la Iglesia en esta catástrofe). ¿Podría esta beatificación, por lo tanto, incurrir en el riesgo de reducir la beatificación y canonización,  al nivel de una muestra de la estima popular otorgada a una figura muy querida en la Iglesia, una especie de premio de la Academia eclesiástica?
Aquí observamos que, en una de sus muchas innovaciones, Juan Pablo “racionalizó” el proceso para la beatificación y canonización, lo que le permitió llevar a cabo  el increíble número de 1.338 beatificaciones y 482 canonizaciones -más que todos sus predecesores juntos-. ¿Es prudente que el mismo Papa que puso en funcionamiento esta “fábrica de santos” (cosa que levantó desprecios en la prensa) pueda ser juzgados de acuerdo con sus  relajadas normas? También debemos expresar nuestra profunda preocupación por la explotación previsible de esta beatificación por las fuerzas  astutas de la opinión mundial. 
Nos damos cuenta de que estamos observando un curioso silencio aunque se podría esperar una oposición clamorosa si esta beatificación realmente representara una ofensa al prevalente espíritu de la época liberal, mientras que  la propuesta de beatificación de Pío XII se ha topado con una implacable campaña de publicidad para pararla a toda costa. Al parecer, la opinión pública mundial mira  la beatificación de Juan Pablo II con buenos ojos como una medida  que serviría para validar las “reformas del Concilio Vaticano II” que el mundo ha aclamado como una tardía acomodación de una Iglesia retrógrada con el mundo moderno” de “libertad”  y “derechos humanos”. Sin embargo, podemos estar seguros, en caso de  que la beatificación proceda  según lo previsto, que los sectores poderosos de los medios de comunicación no perderán un momento en celebrarla como  ejemplo de la hipocresía de la Iglesia, su ineptitud y  amiguismo en  honrar al Papa que presidió el escándalo de la pedofilia y se negó a juzgar y sancionar  al fundador de los Legionarios. Sobre este último tema ya hay una exposición de libros y del cine: “Votos de Silencio: El abuso de poder en el papado de Juan Pablo II”, que documenta cómo Maciel fue protegido por los asesores clave del Papa, entre ellos el Cardenal Sodano, el  Secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Martínez, Prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, y el cardenal Dziwisz, actual arzobispo de Cracovia, que fue secretario de Juan Pablo II y confidente más cercano.

Conclusión.

En medio de lo que la Hermana Lucía de Fátima,  ha llamado con razón “desorientación diabólica” en la Iglesia estamos especialmente conscientes de que la beatificación no tiene en absoluto  el carisma de la infalibilidad. No establece un culto obligatorio sino simplemente permiso para venerar al Beato si se quiere. En este caso, por lo tanto, nos enfrentamos a la posibilidad real de un grave error en el juicio prudencial provocada por circunstancias contingentes, incluyendo la popularidad y el cariño, que no debería influir en el proceso esencial de la investigación cuidadosa y la deliberación sobre todo en el caso de esta beatificación, con todas sus implicaciones para la Iglesia universal. Una vez más nos preguntamos: ¿Por qué la prisa? ¿Hay tal vez un temor de que a menos que el acto se lleve a cabo de inmediato el veredicto más maduro de la historia podría impedir la beatificación, como seguramente lo hizo en el caso de Pablo VI? Si es así, ¿por qué no dejar que el veredicto se haga en consonancia con la visión de largo  plazo que la Iglesia siempre ha considerado en el asunto de las beatificaciones y canonizaciones? Si incluso un gigante como San Pío V no fue canonizado hasta 140 años después de su muerte, no podemos esperar al menos unos cuantos años más a fin de evaluar el legado pontificio más prominente en la decisión de beatificar a Juan Pablo II? ¿La Iglesia no puede esperar hasta los 37 años transcurridos entre la muerte de Pío X y la beatificación de Pío XII en 1951 (seguido por la canonización de 1954)? 
¿De hecho, es prudente  beatificar ahora -sin una nueva evaluación sobre la base de un milagro único cuya autenticidad está en duda- a un Papa cuyo legado está sin duda marcado por la expansión desenfrenada del mal contra el que San Pío X luchó y derrotó heroicamente en su tiempo? Por todas estas razones, creemos que es justo y apropiado implorar del Santo Padre el aplazamiento de la beatificación de Juan Pablo II hasta un tiempo en que los motivos de este acto solemne se puedan evaluar de manera objetiva y desapasionada a la luz de la historia. El bien de la Iglesia sólo puede ser servido por un retraso prudente, mientras que se puede poner en peligro, por un proceso apresurado, no protegido del error, por el carisma de magisterio infalible de la Iglesia.
Nuestra Señora, Reina de la Sabiduría, Virgo Prudentissima, ¡ruega por nosotros!

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Michael J. Matt, editor de The Remnant, y muchas firmas más.