lunes, 12 de marzo de 2012

La autoridad en la familia y en la sociedad civil al servicio de nuestra salvación.


Cristo Rey y Sumo Sacerdote, 
quién debe inspirar las leyes y el órden social para la salvación.

En una reciente alocución pública este mes de octubre, nuestro Padre Santo el Papa Pablo VI puso en guardia contra la interpretación errónea de ciertas afirmaciones del Concilio referentes a la digni­dad de la persona humana, interpretación que induciría al rechazo de la autoridad y al menosprecio de la obediencia.
Los numerosos hechos de que somos testigos en esta época postconciliar, que manifiestan las con­secuencias de esa falsa interpretación, justifican los temores de nuestro Padre Santo el Papa. Somos sacudidos por francas rebeliones de ciertos grupos de Acción Católica contra los obispos, de semina­ristas contra sus superiores, de religiosos y religiosas que evidencian una actitud negativa frente a la autoridad, haciendo imposible su ejercicio.
La dignidad humana, la exaltación de la conciencia individual convertida en regla fundamental de la moral, los carismas personales, son los pretextos que se invocan para reducir la autoridad a un prin­cipio de unidad sin ningún poder. ¡Cómo no reprochar tal fermentación, preludio de rebelión, del libre examen, que ha sido causa de las grandes calamidades de los siglos pasados!
Nos parece más oportuno que nunca restablecer la verdadera noción de autoridad y a tal efecto mostrar los beneficios queridos por la Providencia en las dos sociedades naturales que tienen en esta tierra una influencia primordial sobre todo individuo: la familia y la sociedad civil.
Viene bien recordar que la autoridad es la causa formal de la sociedad.
Por tanto a ella le toca reglamentar y dirigir todo aquello que orienta hacia la causa final de la socie­dad, que es un bien común a todos sus miembros.
Dado que los miembros de una sociedad son seres inteligentes, la autoridad dirigirá su actividad hacia el fin común mediante directivas o leyes, velará por su aplicación y revocará las que se oponen al bien común.
El sujeto de la autoridad será designado de múltiples maneras; pero el poder de la autoridad, es decir, la facultad de dirigir a otros seres humanos, es una participación en la autoridad de Dios. Siendo las sociedades múltiples, los reglamentos referentes a la autoridad podrán ser muy diversos, pero nunca impedirán que la autoridad sea de origen divino.
En su “Tratado de Filosofía” (tomo IV, n° 384), Jolivet describe del siguiente modo la fuente pri­maria de la autoridad: “Únicamente Dios tiene derecho a mandar porque el derecho que consiste en obligar a la voluntad sólo puede pertenecerle a aquel que da el ser y la vida. También decimos que Dios es el «Derecho viviente» porque Él es el principio primero de todo lo que es.  De ello se sigue que toda autoridad, sea cual fuere la sociedad, no puede ejercerse sino a título de delegación de Dios; todo jefe investido de un poder legítimo es el representante de Dios”.
Como la autoridad tiene por fin el bien común de los miembros y como los propios miembros dese­an la obtención de ese bien por propia determinación, jamás debería haber choque entre la autoridad y los miembros que persiguen el mismo fin. No debería haber de suyo oposición entre el jefe y el subordinado, entre la autoridad y la libertad. Hay choque o desentendimiento cuando la autoridad ya no busca el verdadero bien común o cuando el subordinado antepone su bien personal al bien común. A menos que haya evidencia en contrario, la autoridad legítima y prudente es juez del bien común y los miembros deben someterse a priori a ese juicio.
Someterse a las directivas de la autoridad legítima es ejercer la virtud de la obediencia, cuyo ejem­plo emocionante nos lo dio Nuestro Señor al sacrificar su vida por obediencia: “obediens usque ad mortem, mortem autem crucis”.
En su carta “Notre charge apostolique” del 25 de agosto de 1910 San Pío X escribió: “¿Acaso toda sociedad de criaturas independientes y desiguales por naturaleza no necesita una autoridad que diri­ja su actividad hacia el bien común y que imponga su ley?... ¿Puede decirse con visos de razón que hay incompatibilidad entre la autoridad y la libertad sin arriesgarse a errar torpemente acerca del concepto de libertad? ¿Se puede enseñar que la obediencia es contraria a la dignidad humana y que lo ideal sería reemplazarla por «la autoridad consentida»? ¿Acaso el Apóstol San Pablo no tenía en vista la sociedad humana en todas sus etapas posibles cuando prescribió a los fieles ser sumisos a toda autoridad? ¿Acaso el estado religioso fundado en la obediencia sería contrario al ideal de la naturaleza humana? ¿Acaso los santos, que fueron los más obedientes entre los hombres, eran escla­vos y degenerados?...” La autoridad es la llave maestra de toda sociedad.

Beneficios de la autoridad en la sociedad familiar.

Si existe un período de la vida humana en el cual la autoridad desempeña un notable papel, ese perí­odo es ciertamente el que abarca desde el nacimiento hasta la mayoría de edad. La familia es una maravillosa institución divina en cuyo seno el hombre recibe la existencia, existencia tan restringida que necesitará un largo período de educación, dispensada ésta primero por los padres y luego por aqué­llos que cooperan en esa educación de acuerdo con la elección de los padres.
El niño recibe todo de su padre y de su madre: El alimento corporal, intelectual y religioso, la edu­cación moral y social. Recibe la ayuda de maestros, que comparten espiritualmente la autoridad de los padres. Ya sea por medio de los padres o de los maestros, no es menos cierto que la casi totalidad de la ciencia adquirida durante la adolescencia será más una ciencia aprendida, recibida, aceptada, que una ciencia adquirida por la inteligencia y la evidencia del juicio y el raciocinio.
El joven estudiante cree en sus padres, en sus maestros, en sus libros, y de ese modo sus conoci­mientos se amplían y se multiplican. Su ciencia propiamente dicha, la que puede rendir cuenta de su saber, es muy limitada.
Si se piensa en el conjunto de la infancia, de la juventud, en la humanidad y en la historia, se com­prueba que la transmisión de los conocimientos se debe más a la autoridad que los transmite que a la evidencia de la ciencia adquirida.
Si se trata de estudios superiores, la juventud adquiere ciertamente conocimientos más personales y se esfuerza por conocer las disciplinas estudiadas de la manera en que sus propios maestros las cono­cen.  Pero la cantidad de conocimientos requeridos, ¿permite hoy al estudiante llegar al límite de las pruebas y experiencias? Por otra parte, muchas ciencias —la historia, la geografía, la arqueología, las artes— no pueden sino basarse en la fe que inspiran los maestros y los libros.
Esto tiene aún mayor validez cuando se trata de conocimientos religiosos, de la práctica de la reli­gión, del ejercicio de la moral de acuerdo con la religión, las tradiciones y las costumbres. La con­versión a otra religión tropieza con el enorme obstáculo de la ruptura con la religión transmitida por los padres. Un ser humano siempre conserva más sensibilidad para con la religión materna.
Digamos sin más rodeos que esa educación signada por la familia y por maestros que completan la educación familiar ocupa lugar destacado en la vida del hombre. Nada subsiste tanto en el individuo como las tradiciones familiares. Eso vale para cualquier lugar de la tierra.
Esa extraordinaria influencia de la familia y del ambiente educacional resulta providencial. Es algo querido por Dios. Es normal que los niños conserven la religión de sus padres, así como es normal que si el jefe de la familia se convierte, toda su familia se convierta. Ejemplos de ello se tienen con frecuencia en el Evangelio y en los Hechos de los Apóstoles.
Dios ha querido que sus beneficios se transmitan a los hombres ante todo por la familia. Por eso se ha concedido al padre de familia esa gran autoridad, que le confiere inmenso poder sobre la socie­dad familiar, sobre su esposa y sus hijos. Cuantos más bienes hay para transmitir, mayor es la autori­dad.
El niño nace tan débil, tan imperfecto, podría decirse tan incompleto, que se comprende la necesi­dad absoluta de permanencia e indisolubilidad del hogar.
Querer exaltar la personalidad y la conciencia personal del niño en detrimento de la autoridad fami­liar, es infligir una desgracia a los niños, es impulsarlos a la rebelión, al desprecio de los padres, en tanto que se promete la longevidad a quienes honran a sus padres. San Pablo pide a los padres que no provoquen la cólera de sus hijos, pero agrega que deben ser educados en la disciplina y el temor de Dios (Efesios, 4, 4).
Significa apartarse de los caminos de Dios pretender que la sola verdad por su propia fuerza y bri­llo deba indicar a los hombres la verdadera religión, cuando en realidad Dios ha previsto la transmi­sión de la religión por los padres y por testimonios dignos de la confianza de quienes los escuchan.
Si hubiera que esperar a tener inteligencia de la verdad religiosa para creer y convertirse, actual­mente habría muy pocos cristianos. Se cree en las verdades religiosas porque los testigos son dignos de crédito por su santidad, su desinterés, su caridad. Se cree en la religión verdadera porque ella colma los anhelos profundos del alma humana recta, en particular dándole una Madre divina, María, un padre visible, el Papa, y un alimento celestial, la Eucaristía. Nuestro Señor no preguntó a los conversos si comprendían, les preguntó si creían. Porque como dice San Agustín, la Fe viva da inteligencia.
En el caso de la sociedad familiar, del primer período de toda vida humana, es evidente que los beneficios de la autoridad son inmensos e indispensables, que son la vía más segura para una educa­ción completa que prepare para la vida en la sociedad civil y en la Iglesia. La Iglesia ya interviene de manera apreciable mediante la ayuda que presta a la familia y por medios indispensables para la vida cristiana y social de los fieles.
Pero llega un momento en que las dos sociedades deben realizar juntas el relevo de la familia, por­que es evidente que aun educado, el ser humano es incapaz de vivir y proseguir su vocación en este mundo sin la ayuda de esas dos sociedades.

Beneficio de la autoridad en la sociedad civil.

¿Se puede afirmar que el hombre llegado a la mayoría de edad ya no necesita ayuda para continuar pro­gresando en sus conocimientos, para mantenerse en la virtud y para cumplir su papel en la sociedad? Si la sociedad familiar ha terminado su tarea esencial, está claro que la sociedad civil y la Iglesia siguen siendo los medios normales para proporcionarle, ésta los medios espirituales y aquélla el ambiente social favorable a una vida virtuosa y orientada hacia el fin último según el cual la Providencia divina ordena todo en este mundo.
Aquí conviene repetir con la enseñanza tradicional de la Iglesia y con todos los papas [hasta Pío XII], que el Estado, la sociedad civil, tiene un notable papel que cumplir para con los ciudadanos, para ayudarlos y esti­mularlos en la Fe y la virtud. No se trata en absoluto de coacción en el acto de Fe, no se trata de coacción frente a la conciencia de la persona en sus actos internos y privados. Se trata del papel natural de la socie­dad civil querida por Dios para ayudar a los hombres a conseguir su fin último.
Dice el Papa León XIII (Encíclica “Libertas”): “No podría ponerse en duda que ¡a reunión de los hom­bres en sociedad sea obra de la voluntad de Dios, ya se lo considere en sus miembros, en su forma que es la autoridad, en su causa o en el número y la importancia de las ventajas que ello procura al hombre...” A su vez Pío XI afirma (Encíclica “Divini Redemptoris”): “Dios destina al hombre a vivir en sociedad como lo pide la naturaleza. En el plan del Creador la sociedad es el medio natural del cual el hombre puede y debe servirse para alcanzar su fin”.
Y en otra parte (“Ad salutem”): “Los príncipes y los gobernantes, que han recibido el poder de Dios para cada uno dentro de los límites de su propia autoridad, esfuércense por realizar los designios de la divina Providencia de la cual son colaboradores... No sólo no deben hacer nada que pueda resultar en detrimento de las leyes de la justicia y de la caridad cristiana, sino que les toca facilitar a sus súbditos el conocimien­to y la adquisición de los bienes imperecederos”.
Pío XII (11 de junio de 1941) dice también: “De la forma dada a la sociedad, conforme o no a las leyes divinas, depende y deriva el bien o el mal para las almas, es decir, el hecho de que los hombres, llamados todos a ser vivificados por la gracia de Dios, respiren en las contingencias terrenales de la vida el aire sano y vivificante de la verdad y de las virtudes morales, o por el contrario, el virus morboso y a menudo mortal del error y la depravación”.
El Padre Jolivet (“Tratado de Filosofía”, tomo IV, n° 435) concluye de manera muy clara su estudio sobre el origen del poder en la sociedad civil: “Sea cual fuere el punto de vista que se adopte tocante a la causa eficiente de la realidad social, la doctrina del origen natural de la sociedad implica el principio esencial de que, dado que la sociedad política reúne de manera permanente, con vistas al bien común temporal, a los agrupamientos particulares de familias y de individuos, es una institución querida por Dios, autor de la natu­raleza, o sea, que es de derecho divino natural. De ello se sigue inmediatamente que el poder de gobernar también es de derecho divino natural”.
El autor completa su estudio exponiendo el fin de la sociedad civil o del Estado: “Es disminuir notable­mente la función general del Estado, el forjarse una idea totalmente materialista acerca de la felicidad tem­poral. La felicidad temporal depende en gran parte de las virtudes intelectuales y morales de los ciudada­nos, de la moralidad pública, es decir, del feliz desenvolvimiento de todas las actividades morales y espiri­tuales del hombre, y en primer lugar, de la vida religiosa de la nación”. “También es deber del Estado sin que por eso, claro está, descuide su función económicaesforzarse por crear las condiciones más favo­rables a la prosperidad moral y espiritual de la nación”. “Esta tarea tiene un aspecto negativo y un aspec­to positivo...”
Es preciso destacar esa íntima vinculación de la religión con la función temporal del Estado, pues ahí resi­de realmente la clave de numerosos problemas que preocupan hoy a los gobernantes de la propia Iglesia: pro­blemas de justicia social, problemas del hambre, problemas de la paz, problemas del control de nacimientos, etc.
Tratar esos problemas fuera de una concepción católica de la ciudad es ilusorio: podremos dedicarnos a paliar ciertos desórdenes momentáneamente, podremos resolver algunos problemas locales, pero no se logra­rá atacar la raíz de las calamidades de la humanidad. Es menester repetir mil veces lo que la Iglesia siempre proclamó:
La solución de los problemas sociales está en el reinado social de Nuestro Señor Jesucristo, tal como lo sabe y lo enseña la Iglesia católica.
Si se enumeran las plagas actuales de las sociedades se advertirá inmediatamente que provienen del desor­den y del error de los gobernantes y a menudo de numerosos miembros de la sociedad. Querer instaurar la justicia social entre empleados y empleadores sin los principios de la justicia cristiana es marchar al capita­lismo totalitarista, a la hegemonía financiera y tecnocrática mundial o al totalitarismo comunista. Convertir al bienestar material en el único objetivo de la sociedad civil y de la actividad social es dirigirse velozmente hacia la decadencia, consecuencia de la inmoralidad y del hedonismo.
Si se trata del Matrimonio y de todo lo que le concierne, únicamente la doctrina católica preserva de ver­dad a esa institución que constituye la base misma de la sociedad civil, y que por eso mismo debe interesar­le en grado sumo: divorcio, limitación de nacimientos, anticoncepción, homosexualidad, aborto, poligamia. He ahí otras tantas plagas mortales para el Estado.
La Iglesia es la única que puede proporcionarles remedio verdadero.
Las relaciones sociales entre funcionarios y subordinados, entre el Estado y los ciudadanos, el verdadero amor a la patria, las relaciones internacionales, se hallan íntima y profundamente vinculados a la religión, y únicamente la religión católica puede aportarles los principios de justicia, de equidad, de conciencia profe­sional, de dignidad humana que convienen a la vida social como Dios la ha querido y la quiere siempre.
La educación y los medios de comunicación social que hoy en día completan y continúan la educación, tienen íntima relación con las costumbres honestas, con la virtud y el vicio, y por lo tanto, con la religión católica.
Es dar prueba de gran ignorancia, verdadera o fingida, no querer admitir que todas las religiones —salvo la verdadera, la religión católica— llevan consigo una serie de taras sociales que son la vergüenza de la huma­nidad.
Pensemos en el divorcio, la poligamia, la anticoncepción, el amor libre, en lo que respecta a la familia. Pensemos también en el terreno de la existencia misma de la sociedad en dos tendencias que la socavan: la tendencia revolucionaria, destructora de la autoridad, tendencia demagógica, fermento de continuos desórde­nes, fruto del libre examen, o la tendencia totalitaria y tiránica debida a la unión de la religión con el Estado o del Estado con alguna ideología. La historia de los últimos siglos es ejemplo notorio de esta realidad.
Por consiguiente, es inconcebible que los gobernantes católicos se desentiendan de la religión o que admi­tan por principio la libertad religiosa en el dominio público. Eso equivaldría a desconocer el fin de la socie­dad, la extrema importancia de la religión en el campo social, y la diferencia fundamental entre la verdadera religión y las demás religiones en el terreno de la moral, elemento capital para lograr el fin temporal del Estado.
He ahí la doctrina enseñada desde siempre en la Iglesia. Esa doctrina confiere a la sociedad un papel capi­tal en el ejercicio de la virtud de los ciudadanos, y por ende, indirectamente en la obtención de su salvación eterna. Ahora bien, la Fe es la virtud fundamental que condiciona a las otras. Por lo tanto, es deber de los gobernantes católicos proteger la Fe y conservarla, favoreciéndola sobre todo en el terreno de la educación.
Nunca se insistirá bastante sobre el papel providencial de la autoridad del Estado en cuanto a ayudar y querer apoyar a los ciudadanos en la obtención de su salvación eterna. Toda creatura ha sido ordenada y sigue estando ordenada a ese fin en este mundo. Las sociedades, familia, Estado, Iglesia, cada una en su lugar, han sido creadas por Dios con ese objetivo.
No puede negarse eso que surge de la experiencia de la historia de las naciones católicas, la historia de la Iglesia, la historia de la conversión a la Fe católica, y que pone de manifiesto el papel providencial del Estado, a punto tal que puede afirmarse con todo derecho que su parte en el logro de la salvación eterna de la huma­nidad es capital, si no preponderante. El hombre es débil, el cristiano es titubeante. Si todo el aparato y el condicionamiento social del Estado es laicista, ateo, irreligioso, y más aún, perseguidor de la Iglesia, ¿quién se atreverá a afirmar que les será fácil a los no católicos convertirse y a los católicos permanecer fieles? Hoy más que nunca, con los modernos medios de comunicación social, con las relaciones sociales que se multi­plican, el Estado influye cada vez más sobre el comportamiento de los ciudadanos, sobre su vida interior y exterior, en consecuencia, sobre su actitud moral, y en definitiva, sobre su destino eterno.
Sería criminal estimular a los Estados católicos a laicizarse, a desentenderse de la religión y a dejar con indiferencia que el error y la inmoralidad se difundan, y con el falso pretexto de la dignidad humana, intro­ducir un fermento de disolución de la sociedad por medio de una libertad religiosa exagerada, de la exalta­ción de la conciencia individual a expensas del bien común, como es legitimar la objeción de conciencia.
El Papa Pío XII dijo (“Summi pontificatus”): “La soberanía civil ha sido querida por el Creador... con el fin de facilitar a la persona humana, en el orden temporal, la obtención de la perfección física, intelectual y moral, y ayudarla a alcanzar su fin sobrenatural”.
Así se trate de la autoridad en la familia, de la autoridad del Estado o de la Iglesia, no se puede menos que admirar el designio de la Providencia, de la paternidad divina, que nos otorga la existencia, la vida sobre­natural, el ejercicio de la virtud, y en definitiva, la perfección o la santidad eterna por medio de esas autori­dades.
La autoridad es, en definitiva, una participación en el amor divino, que por sí se expande y se difunde. La autoridad no tiene más razón de ser que difundir esa caridad divina que es vida y salvación. Pero al igual que el amor de Dios, es exigente por su misma naturaleza. En efecto, el amor divino no puede querer sino el bien, y el bien supremo que es Dios. Dios, al darnos la vida, que es una participación en su amor, nos la orienta inflexiblemente, enfoca nuestra vida hacia el bien que Él nos indica por nuestra naturaleza pero, sobre todo, por sus voceros y sus intermediarios en las leyes positivas.
Dios obliga, nos vincula por amor con el bien y con la virtud. Nos da la orientación de su amor median­te sus leyes, nos ordena su ejecución y nos amenaza si rechazamos su amor que es nuestro bien.
Así ocurre con las autoridades. Toda legislación legítima es vehículo del amor divino, toda aplicación de la legislación no es otra cosa que la expresión del amor de Dios en los hechos, en los actos, y por tanto, una adquisición de virtud. Esas leyes se dirigen a nuestra inteligencia y a nuestra voluntad, que desgraciadamente pueden negarse a ser vehículos del amor de Dios. Las sanciones recaen sobre aquéllos que así ponen obstá­culos al amor, a la vida, al bien, a Dios en definitiva.  En efecto, no se puede concebir la autoridad sin los poderes de legislación, de gobierno y de justicia.  Esas tres manifestaciones se funden y se sintetizan en el amor divino, que lleva en sí mismo su manifestación, su ejercicio y su sanción.
A modo de conclusión de este panorama muy incompleto de la grandeza de la autoridad en los designios de Dios, ojalá podamos compartir los sentimientos de San Pablo y decir con él (Efesios, 3, 14-15): “Doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma su nombre toda familia en los cielos y en la tierra”.

Mons. Marcel Lefebvre, Arzobispo, 4 de octubre de 1968, Tomado de su libro “Un Obispo habla”, capítulo III.