miércoles, 19 de junio de 2013

Pío XII: La unión en la plegaria, según las enseñanzas de San Francisco de Sales.


Grande consuelo y esperanza para Nuestro corazón, queridos recién casados, es el ver esta reunión vuestra en torno a Nos; porque aparece a Nuestra mirada como una reunión de nacientes familias cristianas sobre las cuales se complace el Señor en derramar la abundancia de los favores que habéis solicitado, al pie del altar, ante el sacerdote que bendecía vuestra unión. Vuestra invoca­ción, que se unía así a la del ministro de Dios, era oración, y con la oración habéis iniciado la nueva vida común. ¿Continuaréis orando, invocando al Padre que está en los cielos, fuente de toda paternidad en el orden de la natu­raleza y en el orden de la gracia? Sí; signo de esa promesa es vuestra presencia para pedir sobre vuestro nuevo hogar Nuestra bendición paterna, que confirme la súplica del sacerdote y la vuestra y las avalore para todo el curso de vuestra vida.
San Francisco de Sales, –de  quien, en nuestro último discurso a los recién casados, venidos como vosotros, queridos hijos e hijas, a pedirnos que les bendijésemos, comentamos brevemente las “Advertencias a las personas casada?–, añade sobre la oración de los esposos un ras­go de pluma encantador, que queremos hoy presentar a vuestra consideración.
“La más grande y fructuosa unión del esposo y de la esposa – escribe él – es la que se hace en la santa devoción en la que deben el uno y la otra adelantarse a porfía. Existen algunas frutas –   observa –, como los membrillos, que por lo agrio de su jugo no son agradables si no están azucarados; hay otras que, por ser tiernas y delicadas, no se pueden conservar sino en confitura, como las cerezas y los albaricoques. Por eso las mujeres deben desear que sus maridos estén almibarados con el azúcar de la devoción, porque el hombre sin devoción es un ani­mal severo, áspero, y rudo; y los maridos han de desear que sus mujeres sean devotas, porque sin devoción la mu­jer es demasiado frágil e inclinada a decaer u ofuscarse en la virtud”[1].
¡Gran virtud es la devoción, salvaguardia de toda otra! Pero el acto más bello y ordinario de ella es la oración, que para el hombre, que es espíritu y cuerpo, es el alimento cotidiano del espíritu, como el pan material es el manjar cotidiano del cuerpo. Y de igual modo que la unión hace la fuerza, la oración en común tiene mayor eficacia sobre el corazón de Dios. Por eso nuestro Señor bendijo particularmente toda oración hecha en común, proclamando a sus discípulos: “Os digo además, que si dos de vosotros se unen sobre la tierra y piden cualquier cosa, les será concedida por mi Padre que está en los Cie­los. Porque donde hay dos o tres personas congregadas en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos”[2]. Pero ¿qué almas podrán encontrarse más verdadera y plenamente reunidas en el nombre de Jesús para orar, que aquellas en las que el santo matrimonio ha impreso la imagen vi­viente y permanente de la sublime unión de Cristo mis­mo con la Iglesia, su amada esposa, nacida en el Calvario de su costado abierto? Unión grande y fructuosa, queri­dos recién casados, es por lo tanto la que os pone a los dos juntos de rodillas ante Dios que os ha dado el uno a la otra, para pedirle que conserve, aumente y bendiga la fusión de vuestras vidas. Si todos los cristianos que oran en su propio y particular recogimiento, deben dar tam­bién en su vida un puesto a la oración en común que les recuerda que son hermanos en Cristo y que están obliga­dos a salvar sus almas no aisladamente, sino ayudán­dose mutuamente, ¡con cuánta mayor razón no deberá separaros vuestra oración como eremitas y recogeros en una meditación solitaria, que haga que no os encontréis nunca juntos ante Dios y su altar! Y ¿dónde se apretarán y fundirán en uno vuestros corazones, vuestras inteligen­cias, vuestras voluntades, más profunda, fuerte y sólida­mente que en la oración de los dos, en la que la misma gracia divina descenderá para armonizar todos vuestros pensamientos y todos vuestros afectos y anhelos? ¡Qué dulce espectáculo a la mirada de los ángeles es la oración de dos esposos que elevan sus ojos al cielo e invocan sobre sí y sobre sus esperanzas la mirada y la mano protectora de Dios! En la Sagrada Escritura, pocas escenas igualan la conmovedora oración de Tobías con su joven esposa Sara: conocedores del peligro que amenaza a su felicidad, ponen su confianza elevándose ante Dios sobre las bajas miras de la carne, y se animan con el recuerdo de que, hijos de santos, no les estaba bien unirse a la manera de los gentiles, que no conocen a Dios”[3].
También vosotros, como Tobías y Sara, conocéis a Dios que siempre hace surgir el sol, aunque nublado, sobre vuestra aurora. Por muy llenas y cargadas de ocu­paciones que puedan estar vuestras jornadas, sabed en­contrar al menos un instante para arrodillaros juntos e iniciar el día elevando vuestros corazones hacia el Padre celestial e invocando su ayuda y bendición. Por la ma­ñana, en el momento en que el trabajo cotidiano os llama imperiosamente y os separa hasta el mediodía, y acaso hasta la tarde, cuando después de una ligera colación cambiáis una mirada y una palabra antes de separaros, no olvidéis nunca recitar juntos, aunque no sea sino un sim­ple Pater Noster o una Ave María, y dar las gracias al Cielo por aquel pan que os ha concedido. La jornada, lar­ga, acaso penosa, os tendrá lejos el uno de la otra; pero cercanos o lejanos, estaréis siempre bajo la mirada de Dios: y vuestros corazones, ¿no se alzarán acaso con de­votos y comunes anhelos hacia Él, en el que quedaréis unidos y que velará sobre vosotros y sobre vuestra felicidad?
Y cuando cae la tarde y, terminado el duro trabajo del día, os reunís al fin dentro de las paredes domésticas con la alegría de gozar un poco el uno con la otra y comunicaros las incidencias de la jornada, en aquellos momentos de intimidad y de reposo, tan preciosos y dulces, dad el puesto debido a Dios. No temáis: Dios no vendrá importuno a turbar vuestro confiado y delicioso coloquio; al contrario, Él, que ya os escucha y que en su corazón os ha preparado y procurado aquellos instantes, os los hará, bajo su mirada de Padre, más suaves y confortantes. En el nombre de nuestro Señor os lo suplicamos, queridos recién casados: empeñaos por conservar intacta esa bella tradición de las familias cristianas, la oración de la noche en común, que recoge al fin de cada día, para implorar la bendición de Dios y honrar a la Virgen Inmaculada con el rosario de sus alabanzas, a todos los que van a dormir bajo el mismo techo: vosotros dos y, después, cuando hayan aprendido de vosotros a unir sus manecitas, los pequeños que la Providencia os haya confiado, y también si para ayudaros en vuestras labores domésticas os los ha puesto el Señor a vuestro lado, los criados y colaboradores vuestros, que también son vuestros hermanos en Cristo y tienen necesidad de Dios. Que si las duras e inexorables exigencias de la vida moderna no os dan lugar a alargar tan piadoso intermedio de bendición y acción de gracias al Señor, y de añadirle, como gustaban de hacer nuestros padres, la lectura de una breve Vida de santo, del santo que nos propone todos los días como modelo y protector particular, no sacrifiquéis del todo, por rápido que tenga que ser, este momento que dedicáis juntos a  Dios para alabarle y llevar ante Él vuestros deseos, vues­tras necesidades, vuestras penas y vuestras preocupaciones del presente y del futuro.
Un ejercicio tal de la devoción cristiana no equivale a transformar la casa en una iglesia o en un oratorio: es un. impulso sagrado de almas que sienten en sí la fuerza y la vida de la fe. También en la antigua Roma pagana, la morada familiar tenía la habitación y el ara dedicados a los dioses Lares, que especialmente en los días festivos, eran adornados con guirnaldas de flores y en los cuales se ofrecían súplicas y sacrificios[4]. Era un culto manchado por el error politeísta; pero con cuyo recuerdo ¡cuántos y cuántos cristianos deberían sonrojarse, ellos que con el Bautismo en la frente no encuentran ni sitio en sus estancias para colocar la imagen del verdadero Dios, ni tiempo en las veinticuatro horas del día, para unir en torno a Él el homenaje de la familia! Para vosotros, queridos hijos e hijas, que gozáis en vuestro ánimo el ardor cristiano encendido por la gracia del santo matrimonio, el centro de donde irradie todo el curso de vuestro vivir debe ser el Crucifijo, o la efigie del Sagrado Corazón de Jesús, que reine sobre vuestro hogar y os llame todas las noches ante Él y que os hará encontrar en Él el sostén de vuestras esperanzas, el aliento de vuestros afanes; porque hasta la más larga jornada de la vida humana, nunca pasa del todo serena y sin nubes.
Pero para, uniros a porfía en la devoción, os enseñaremos un camino más alto que os conduce fuera de vuestra casa a aquella que es por excelencia la casa del Padre, vuestra querida iglesia parroquial. Allí está la fuente de las bendiciones del Cielo; allí os espera aquel Dios que ha santificado vuestra unión, que ya os ha concedido tantas y tantas gracias; allí está el altar en torno al cual la Misa festiva reúne al pueblo cristiano, y la Iglesia, esposa de Cristo, os llama con solemne invitación. Allí debéis asistir juntos, siempre que podáis y será espectáculo edificante – y ojalá pueda ser con frecuencia, con mucha frecuencia –, que en la unión devota más profunda de todas, en la santa Mesa, os acerquéis para recibir el Cuerpo de nuestro Señor: este sacratísimo Cuerpo, el más poderoso vínculo de unión entre todos los cristianos que se alimentan de él y viven, como miembros de Cristo, de su vida, que efectuará divinamente la plena fusión de vuestras almas en la altura del espíritu. ¡Y cómo os alegraréis, con incomparable gozo, cuando podáis dejar sitio entre vosotros dos a una cabecita de ángel de ojos cándidos, que junto a las vuestras se alzará para recibir sobre los labios inocentes la Hostia blanquísima, en la que le habréis enseñado a creer que está presente su querido Jesús! Vuestro gozo aumentará y se multiplicará cada vez que junto a vosotros el Bautismo regenere a uno de vuestros pequeños, y sus corazones crezcan prontos a participar con vosotros en esta Mesa divina.
No siempre, es verdad, las vicisitudes y las necesi­dades de la vida os darán tiempo para arrodillaros juntos ante el sagrado altar: más de una vez os veréis obligados a cumplir tales actos de piedad cristiana cada uno por su parte; otras veces vuestros deberes os impondrán acaso largas separaciones, como ocurre en la hora presente con las exigencias de la guerra. ¿Pero qué mejor reunión po­drán entonces tener vuestros corazones apenados por vuestra ausencia, que la sagrada Comunión, en que Jesús mismo os unirá en el suyo a través de todas las distancias?
Esposos jóvenes como sois, desde el altar y desde la bendición de vuestro santo matrimonio miráis hacia el porvenir y soñáis fúlgidas y rosadas auroras de muchos años. San Francisco de Sales concluye sus advertencias a los cónyuges invitándoles a celebrar con una fervorosa comunión recibida juntos, el día aniversario de sus bodas; y es también un buen consejo que no podemos abstener­nos de repetiros y dirigíroslo también a vosotros. Volvien­do a los pies del altar donde cambiasteis vuestras prome­sas, volveréis a encontraros a vosotros mismos, volveréis a entrar en vuestras almas: y con la gracia de esta unión en Cristo, ¿no es verdad que aseguraréis duración y fuer­za, sin debilitamiento, a aquellas intenciones y propósitos de mutua confianza, de íntimo e indestructible afecto, de don recíproco sin reserva, por los que nace y brilla en vuestros pensamientos y en vuestros corazones la fideli­dad de los primeros días de vuestra vida común, y que según la intención de nuestro Señor deben continuar informando y sosteniendo la de toda vuestra peregrina­ción por aquí abajo?
Que pueda la bendición apostólica que os impartimos con plena efusión de Nuestro corazón paterno, impetraros, queridos recién casados, la abundancia de aquella tierna y fuerte, franca y perseverante devoción, que en las inci­dencias de la vida es fuente fecunda y perenne de verda­dero aliento, de verdadera paz, de verdadera alegría, de verdadera felicidad.

Pío XII, Discurso a los recién casados, 12 de Febrero de 1941. (DR. 11, 395.)



[1] “Introducción a la vida devota”, P. III, cap. 38.
[2] Mt. XVIII, 19-20.
[3] Tob. VIII, 4-5.
[4] Cfr. Plauti, Aulularia, prol., v. 23-26. Catonis De agri cultura, Cap. 143, nº 2.