domingo, 23 de febrero de 2014

El problema judío a la luz de la Sagrada Escritura.


El Muro de los lamentos. Jerusalem.
Por el pintor  Gustav Bauernfeind. 1904. 


El problema judío a la luz de la Sagrada Escritura

Por Juan Straubinger


I

En general la Historia mide al pueblo judío con la misma medida que a las otras pequeñas naciones y razas, y como para dejar constancia de su insignificancia le dedica en sus copiosos volúmenes apenas unas pocas páginas. Nada más comprensible que esto, pues comparado con los demás pueblos de la Antigüedad el de Israel se mostró tan inactivo y falto de poderío, que muchos escritores no tuvieron conocimiento de su existencia, o por lo menos no lo mencionan en sus libros. Los modernos sí lo conocen, pero debido a su modo de juzgar a todos los pueblos con el mismo criterio, les escapa la posición singular de aquel pueblo, cuya fuerza vital está por encima de todo criterio humano y cuyo destino es como “el reloj de Dios a través de la historia”'.
Es muy fácil considerar el problema judío exclusivamente desde el punto de vista económico, nacional o político, y señalar los peligros que la actividad comercial y financiera de los judíos implica para los pueblos cristianos; más fácil aún es instigar los sentimientos nacionales contra un pueblo que goza de las ventajas del internacionalismo y vive entre todas las naciones sin asimilarse a ninguna; pero con tal método no se resuelve la cuestión judía, ni siquiera se da comienzo a su solución.
La solución está en otro plano. Los judíos del Antiguo Testamento fueron el “pueblo elegido”, la “porción escogida”, la “nación santa” (Ex. 19, 5-6), “el hijo primogénito” (Ex. 4, 22), portadores y transmisores de la Revelación (Rom. 3, 2), no a causa de sus méritos, sino en virtud del libre beneplácito de Dios que elige a quien quiere (Rom. 9, 11 y 18); pero una vez escogidos no están ya sometidos a las leyes ordinarias de la historia, sino que andan por los caminos extraordinarios de la divina Providencia, que los ha mantenido hasta hoy en evidente contraste con lo que pasa con otros pueblos.


II

Todos sabemos que el pueblo elegido se convirtió en el reprobado, primero a consecuencia de sus continuas apostasías, y después por su formulismo religioso que le ofuscó los ojos de tal manera que no reconoció al Mesías, a quien esperaba.
El hecho de la apostasía es tan manifiesto, que todos los profetas desde el primero hasta el último, la denuncian y el mismo Jesucristo la llora (Mat. 13, 37-39). También San Pablo, citando a Isaías (6, 9-10), atestigua la incredulidad judía en Hech. 28, 28: “Os sea notorio que esta salud de Dios ha sido transmitida a los gentiles, los cuales prestarán oídos”. En vista de tan tremendos juicios, es una provocación si el judío Max Kahn nos dice: “La judeidad es el pueblo que en los albores de la evolución ética de los hombres descubrió los valores imperecederos de la vida y que fue desangrándose por ellos durante más de dos mil años” (Rev. de la Universidad Nacional de Colombia, abril 1948, página 9). Los judíos no “descubrieron” esos valores sino que Dios se los enseñó, y no fueron desangrándose por su fidelidad; al contrario, porque no cumplieron la ley vinieron sobre ellos todas las calamidades hasta el destierro y la destrucción (cfr. Lev. cap. 26; Deut. cap. 28 y la profecía de Cristo sobre la ruina de Jerusalén en Mat. cap. 24, etc.). Kahn olvida que los judíos tenían que ser la luz, es decir, misioneros de los paganos, deber sagrado que cumplieron muy insatisfactoriamente. Tampoco corresponde a la verdad la observación del mismo autor sobre los judíos como joyeros religiosos de la humanidad. “A los judíos, afirma Kahn, les gusta ser orfebres y joyeros, porque les gusta ser eso mismo en la vida religioso-espiritual”. ¡Ojalá hubieran sido joyeros religiosos en la antigua Grecia y Roma! En los apóstoles no encontramos nada de esa afición a la orfebrería, y sin embargo influyeron inmensamente más en la vida religioso-espiritual del mundo, en tanto que, como dice San Pablo, por causa de los judíos fue blasfemado el nombre de Dios entre los gentiles (Rom. 2, 24). Cf. Ez. 36, 20.


III

La apostasía de Israel tuvo por consecuencia la transmisión de la salud a los gentiles, proclamada definitivamente por San Pablo (Hech. 28, 28) y muchos siglos antes anunciada por los profetas. Citamos por testigos solamente a los más grandes, Moisés e Isaías. En Deut. 32, 21-22 leemos: “Yo (Dios) esconderé mi rostro y ahora veré el fin cierto de ellos (es decir, de los judíos), pues son hijos desleales, una generación perversa. Me provocaron con no-dioses, me irritaron con vanos simulacros. Por eso Yo también los provocaré con un no-pueblo y los irritaré con gente insensata”. Bover-Cantera añade aquí la siguiente nota: “Por medio de estos bárbaros, que no merecen el nombre de pueblo, Dios dará a Israel pena adecuada a su culpa de adorar a quien no merecía el nombre de Dios”. La interpretación auténtica nos la da San Pablo en Rom. 10, 19-11, 12. El “no-pueblo”, la “gente insensata”, somos nosotros, los cristianos, hijos de pueblos gentiles, que para Israel no eran más que una masa insensata.
En Isaías dice el Todopoderoso: “Déjeme buscar por los que antes no me preguntaban; déjeme hallar por aquellos que no me buscaban. Dije: Heme aquí, heme aquí, a una nación que no invocaba mi nombre. Mantuve mis manos siempre extendidas hacia un Pueblo rebelde, hacia aquellos que no caminaban por el buen camino” (Is. 65, 1-2)San Pablo explica este pasaje en el sentido de que la salud ha sido transmitida a los gentiles que antes no conocían a Dios (Rom. 10, 20-21), de modo que “por la caída de los judíos vino la salud a los gentiles” (Rom. 11, 11).
Pero no nos engriamos por ser sustitutos del pueblo escogido, pues también a nosotros nos eligió El “conforme a la benevolencia de su voluntad, para celebrar la gloria de su gracia” (Ef. 1, 5-6), no en atención a nuestros méritos. “Si algunas de las ramas (del pueblo judío), dice San Pablo, fueron desgajadas, y tú (¡oh gentil!), siendo acebuche, has sido injertado en ellas y hecho partícipe con ellas de la raíz y de la grosura del olivo, no te engrías contra las ramas; que si tú te engríes, (sábete que) no eres tú quien sostienes la raíz, sino la raíz a ti” (Rom. 11, 17-18). Si no seguimos esta regla de humildad, nos acarreamos el mismo castigo que los judíos.


San Pablo Apóstol

IV

Lo extraordinario en el pueblo hebreo no es su reprobación sino la solemne promesa de la futura anulación de la misma. Es esta una de las más estupendas verdades, que San Pablo nos revela con toda su autoridad apostólica en II Cor. 3, 16, donde habla de la vuelta de los judíos al Señor, y especialmente en el cap. 11 de la Carta a los Romanos, donde dice que los judíos serán injertados de nuevo en el propio olivo (Rom. 11, 24) y agrega: “No quiero que ignoréis, hermanos, este misterio —para que no seáis sabios a vuestros ojos—, el endurecimiento ha venido sobre una parte de Israel hasta que la plenitud de los gentiles haya entrado en la Iglesia y de esta manera todo Israel será salvo” (Rom. 11, 25 ss.).
El Apóstol de los gentiles anuncia en este capítulo un “misterio” (v. 25), la conversión de Israel, y para aumentar nuestro asombro, nos hace vislumbrar que tal acontecimiento será de gran provecho para el mundo, pues “si el repudio de ellos es reconciliación del mundo, ¿qué será su readmisión sino la vida de entre muertos?” (v. 15); y “si la caída de ellos ha venido a ser la riqueza del mundo, y su disminución la riqueza de los gentiles, cuántos más su plenitud”, (V. 12). Palpamos aquí el misterio de la infinita misericordia de Dios que un día perdonará a su pueblo, “porque los dones y la vocación de Dios son irrevocables” (v. 29) y los judíos, respecto a su elección, siguen siendo “muy amados a causa de los padres”, los patriarcas.
De desobedientes e incrédulos se harán fieles y obedientes a la fe. Entonces será quitado de sus ojos el velo que produjo su ceguera (II Cor. 3, 13 ss.), y el endurecimiento de su corazón, será ablandado por los golpes de la divina misericordia. Sobre este punto no hay divergencias entre los exégetas, tampoco sobre la fecha en que la cristiandad tendrá el gozo de presenciar tan fausto acontecimiento. Se cumplirá cuando “la plenitud de los gentiles haya entrado” (Rom. 11, 25), es decir, terminado el tiempo destinado a la conversión de los gentiles (cfr. Lc. 21, 24).

V

Mucho más difícil es la explicación de los vaticinios referentes a Israel como pueblo. El primero de los profetas que en nombre de Dios se pronunció sobre el futuro destino de Israel, fue Moisés. En los capítulos 26 del Levítico y el 28 del Deuteronomio promete el gran profeta al pueblo fiel las más maravillosas bendiciones: “Yahvé te abrirá su rico tesoro, el cielo, concediendo a su tiempo la lluvia necesaria a tu tierra y
bendiciendo toda obra de tus manos; de suerte que prestarás a muchas naciones, y tú mismo no tomarás prestado. Yahvé te constituirá cabeza y no cola, y estarás siempre encima y nunca debajo, si obedeces al mandato de Yahvé, tu Dios, que hoy te intimo para que cuides de practicarlo, y no te apartarás ni a la derecha ni a la izquierda de ninguno de los mandatos que hoy te ordeno” (Deut. 28, 12-14). Cf. Deut. 30, 3.
No faltan quienes buscan en estas palabras una predicción del dominio mundial de la raza hebrea y las ven cumplidas en la posición actual de los judíos como banqueros del mundo, lo que les da enorme influencia y prácticamente la superioridad sobre otras naciones, pues con el dinero se puede estar “siempre encima y nunca debajo” y hasta ganar las guerras. Sin embargo no hay fundamento exegético para tal interpretación Su realización depende, según Moisés, del fiel cumplimiento de la Ley antigua, de la cual, como todos sabemos, los judíos de hoy cumplen solamente una parte, si es que la cumplen, pues les falta el centro del culto mosaico, el Templo y las sacrificios.
Moisés no olvida la otra eventualidad, a saber, la apostasía de Israel, y le predice como castigo la dispersión entre otros pueblos: “Yahvé te desparramará por todas las naciones, de un extremo al otro de la tierra, y allí servirás a dioses extraños que no conoces tú; ni tus padres, a leño y a piedra. En aquellas naciones no lograrás descanso ni tendrá punto de reposo la planta de tu pie. Yahvé te dará allí un corazón trémulo, desfallecimiento añorante de ojos y congoja de espíritu. Tu vida te parecerá a lo lejos como pendiente de un hilo, y noche y día temerás, sin estar seguro de tu vida. Por la mañana dirás: ¡Quién me diera fuese la tarde!, y a la tarde exclamarás: ¡Quién me diera fuese la mañana!” (Deut., 28, 64 ss.).
El profeta Isaías se refiere más de una vez al porvenir de Israel, por ejemplo en 10, 21 ss., donde dice: “Un resto volverá, un resto de Jacob, al Dios fuerte, pues aunque fuera tu pueblo Israel como la arena del mar, (sólo) un resto volverá”. La interpretación de esta profecía está asegurada por San Pablo, que la cita en Rom. 9, 27, en conexión con la conversión de Israel. En Is. 59, 20-21 habla el profeta de un futuro Redentor y sigue: “He aquí mi alianza con ellos, dice Yahvé: Mi espíritu que está sobre ti, y las palabras que Yo he puesto en tu boca, no se apartarán de ella…” Felizmente poseemos la interpretación auténtica de este lugar en Rom. 11, 26, donde el Apóstol de los gentiles lo relaciona con la futura salvación de Israel. Encontramos aquí
la idea de un nuevo pacto, distinto de los pactos anteriores hechos con Abrahán y Moisés. Será un pacto espiritual, idéntico con la Nueva Alianza, a la cual los judíos convertidos se asociarán y con ello recobrarán sus prerrogativas antiguas[i] (Rom. 11, 29). También por boca de Jeremías (cap. 31) y Ezequiel (cap. 37) promete Dios hacer una nueva alianza con su pueblo. Dice el profeta Jeremías: “He aquí que vienen días, afirma Yahvé, en que pactaré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva... Este será el pacto que Yo concertaré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Yahvé: Pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón y seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Y no necesitarán instruirse los unos a los otros, ni el hermano a su hermano, diciendo: “Conoced a Yahvé”; pues todos ellos me conocerán, desde el más pequeño hasta el mayor, dice Yahvé; porque perdonaré su culpa y no recordaré más sus pecados” (Jer. 31, 31 34).
Nótese ante todo que este vaticinio se dirige a ambos reinos judíos, el de Israel y el de Judá, no obstante la ruina total de aquél y la situación desesperada de éste, y que su fin es consolar a todas las tribus de Israel, no solamente a las dos que formaban el reino de Judá. Los que entienden por Israel a la Iglesia, han de reconocer que no se ha cumplido aún, o sólo muy imperfectamente, pues se necesitan todavía instrucción, catequesis y predicación y estamos muy lejos de aquel estado feliz en que no habrá más necesidad de enseñanza religiosa.
Tomarlo en sentido hiperbólico es igualmente peligroso, pues es Dios quien habla en el pasaje citado, y El no exagera como lo hacen los hombres. Además aplicar exclusivamente a la Iglesia todos los vaticinios que hablan de un glorioso porvenir de Israel significaría acusar a la Iglesia de las iniquidades a que ellos aluden, como por ejemplo en el vaticinio citado, que no solamente habla de la nueva alianza con Israel sino también de su “culpa” y de sus “pecados” (Jer. 31, 34).
Más peligroso aún es el método de reservar para los judíos todas las profecías desagradables, y para nosotros todas las agradables, aunque el profeta las dirige expresamente a las tribus de Jacob, a Israel, Jerusalén, Sión, etc. En el último número de “Estudios Bíblicos” enero-marzo de 1949, pág. 99, el P. Ramos García C.M.F., criticó este sistema con las siguientes palabras: “Si en lugar de conceder a cada uno lo que es suyo como piden de consuno la justicia y la Hermenéutica, se emplea el arcaduz de la espiritual alegoría para escanciar de buenas a primeras el contenido de los magníficos vaticinios en la Iglesia de la primera etapa, mientras Israel no está con ella, es obvio que al Israel converso no le han de quedar más que las esculladuras de las divinas promesas, no obstante mirar a él primera y principalmente. Y de pasar la cosa así como esa interpretación pretende, habría razón para aplicar a las grandiosas promesas, tan repetidas, ponderadas y precisas, hechas por Dios a ese pueblo, el dicho del profeta
Venusino: Parturient montes, nascetur ridiculus mu”, lo que haría de la mayor parte de ellas algo así como una broma pesada.”


Los Profetas Isaías y Jeremías.
Por Duccio.

VI

Como se ve, las profecías del Antiguo Testamento respecto del porvenir de Israel son muy complicadas. Parecen referirse no solamente a su conversión, sino también a su restauración como nación. Claro está que, como dice San Pablo, las promesas de Dios en favor de su pueblo son irrevocables (Rom. 11, 29), es decir, se cumplirán indefectiblemente. Pero, ¿tenían ellas realmente carácter incondicional o sólo condicional? Si eran incondicionales, no faltará su cumplimiento; si en cambio eran condicionales, su cumplimiento debe estar vinculado a la conversión de Israel. Realizándose ésta, han de realizarse también las promesas. Ahora bien, San Pablo nos dice que la futura conversión de los judíos es cosa segura; no hay, pues, ningún obstáculo que se oponga al cumplimiento de las demás promesas y vaticinios acerca de Israel. [i]
Más luz arrojan sobre nuestro problema las profecías que citamos a continuación. Leernos en Jeremías (30, 3): “He aquí que vienen días, dice Yahvé, en que haré volver a los desterrados de mi pueblo de Israel y Judá, y lo haré tornar a la tierra que di a sus padres, y la poseerán”. El lector piensa tal vez en la vuelta de los judíos del cautiverio, más el hecho es que del cautiverio volvieron solamente las dos tribus de Judá y Benjamín, mientras que el profeta se refiere también a las diez tribus de Israel, que nunca volvieron. Debe, pues, tratarse de un acontecimiento futuro relacionado con la salvación de los judíos. Así lo expresan entre los modernos el P. Páramo S.J. y el P. Réboli S.J. en sus ediciones de la Biblia de Torres Amat. Cf. Jer. 23, 3 y 8; Is. 11,11ss.
Ezequiel completa la profecía de Jeremías, anunciando a su pueblo no sólo la vuelta, sino también la posesión perpetua de Palestina. Dice Dios por boca del profeta: “He aquí que Yo tomaré a los hijos de Israel de entre las naciones adonde emigraron, y los congregaré de todo alrededor, y los introduciré en su territorio… Los salvaré de todos los lugares donde pecaron, y los purificaré, y serán mi pueblo, y Yo seré su Dios... Y habitarán sobre la tierra que Yo di a mi siervo Jacob, donde moraron sus padres; y habitarán sobre ella ellos, sus hijos y los hijos de sus hijos por siempre” (Ez. 37, 21-25).
Lo mismo promete Dios por Amós: “Los plantaré en su tierra, y ya no serán arrancados de su territorio, dice Yahvé, tu Dios” (Am. 9, 15) y por Miqueas: “En aquel tiempo, dice Yahvé, reuniré a la (nación) que cojea y congregaré a la extraviada, a la que Yo había dañado. Y convertiré los restos de la que cojea y formaré de la alejada un pueblo fuerte, y reinará Yahvé sobre ellos en el monte Sión desde ahora y para siempre” (Miq. 4,
&7).
Zacarías añade a este cuadro consolador algunos rasgos nuevos: “Vendrán a Jerusalén muchos pueblos y naciones poderosas para buscar al Señor de los Ejércitos y orar en su presencia… y sucederá que diez hombres de cada lengua y de cada nación tomarán a un judío, asiéndole de la falda (del manto) diciéndole: Iremos contigo, porque hemos conocido que con vosotros está Dios” (Zac. 8, 22-23).
¿Cómo explicar tan estupendas profecías? ¿Hay que decir simplemente que todo se cumplió en los primeros cristianos que en parte eran judíos y maestros de los gentiles? Santiago no lo explica así, sino que ve en ellas un acontecimiento futuro, cuando cita a Amós en el Concilio de los Apóstoles: “Después de esto volveré y reedificaré el tabernáculo de David que está caído; reedificaré sus ruinas y lo levantaré de nuevo, para que busque al Señor el resto de los hombres y todas las naciones, sobre las cuales ha sido invocado mi nombre, dice el Señor que hace estas cosas” (Hech. 15, 16-17). El exégeta francés Boudou observa sobre este pasaje: “Según la profecía de Amós, Dios realzará el tabernáculo de David; reconstruirá el reino davídico en su integridad y le devolverá su antiguo esplendor. Entonces Judá e Israel conquistarán y poseerán el resto de Edom, tipo de los enemigos de Dios, y todo el resto de las naciones extranjeras, sobre quienes el nombre de Dios ha sido pronunciado”.
Plena seguridad exegética nos proporciona el discurso escatológico del Evangelio de San Lucas, donde Jesucristo revela que los judíos “serán deportados a todas las naciones y Jerusalén será pisoteada hasta que el tiempo de los gentiles sea cumplido (Lc. 21, 24). Este último término es a la vez el tiempo de la conversión de Israel, según nos dice San Pablo en Rom. 11, 25, de modo que la conversión de los judíos está conectada con el fin de su dispersión, o sea, con su restauración como pueblo.
Con esto quedan definitivamente descartadas las soluciones de aquellos que creen que los vaticinios referentes al porvenir de Israel se han cumplido ya, sea en la mezquina restauración después del cautiverio de Babilonia, sea en forma alegórica en la Iglesia (véase párrafo V).
¿Será restaurada también Jerusalén y el Templo? Es esta una pregunta ociosa. Los profetas predicen tanto la restauración de Israel como la de Jerusalén. Oigamos solamente al profeta Isaías: “La luna se pondrá roja y se oscurecerá el sol cuando Yahvé, Dios de los ejércitos reinare en el monte Sión y en Jerusalén y fuere glorificado en presencia de sus ancianos” (Is. 24, 23). “Será Jerusalén mi alegría, y su pueblo mi gozo, y en adelante no se oirán más en ella llantos ni clamores… y los días de mi pueblo serán como los días del árbol y mis elegidos disfrutarán del trabajo de sus manos largo tiempo” (Is. 65, 19-22). “Congratulaos con Jerusalén y regocijaos con ella todos los que la amáis; rebosad con ella de gozo cuantos por ella estáis llorando, a fin
de que chupéis la leche de sus consolaciones y quedéis saciados, y saquéis delicias de la plenitud de su gloria” (Is. 66. 10-11). Cambiando el estilo nos dicen lo mismo los demás profetas. Ezequiel nos trazó el plano de un nuevo Templo que no se ha realizado hasta ahora (Ez. cap. 40-46). En caso de realizarse se convertirá en centro principal de la Cristiandad, previa la conversión del pueblo judío a Cristo. Recién después de la restauración de Israel en el país de sus padres y su incorporación al Cuerpo Místico de Cristo [ii] tendrán su pleno cumplimiento las magníficas profecías sobre la gloria de Jerusalén. Léase al respecto el misterioso Salmo 86, donde se dicen de ella cosas tan gloriosas que necesariamente ha de considerarse como “la metrópoli espiritual de todos los pueblos” (Prado, Nuevo Salterio, p. 502). Cf. Is. 2, 20; 54, 1-3; 60, 3-9; Ez. 37, 28; Am. 9, 11 s.; Miq. 4, 1 ss; S. 47, 2 s; 67, 29 ss; 86, 4 ss; 101, 5 ss; Tob. 13, 11. En todos estos y muchos otros pasajes contemplamos a Sión bañada en la luz lejana de las esperanzas mesiánicas e inundada de gentes de todas las naciones y razas, rebosantes de júbilo y trayendo regalos. “La misma gloria divina, dice Calés, está interesada en la restauración de Israel. Naciones y reyes temerán y honrarán a Yahvé cuando comprueben que Él ha reedificado a Sión y ha desplegado su magnificencia; que ha escuchado la plegaria de aquellos a quienes los enemigos habían despojado y que parecían perdidos sin esperanza”.
Los que toman en sentido escatológico la última de las setenta semanas de Daniel (cap. 9), tienen en la Jerusalén cristiana y su templo también un escenario para las fechorías del Anticristo y la victoria final de Cristo (II Tes. 2, 4 y 8; Is. 11, 4).[iii].



Judíos en el Muro de los Lamentos.
Por Gustav Bauernfeind. 

VII

Se oye frecuentemente la pregunta: ¿Qué dicen los profetas acerca de la vuelta de los judíos a Palestina? Nada impide ver en este hecho el cumplimiento de los vaticinios citados, aunque su pleno cumplimiento está en conexión con la conversión de Israel. Cf. las notas que pusimos en la nueva versión del Salterio (Edit. Desclée), especialmente las notas a S. 105, 47; 106, 3; 124, 3; 125, 1 y 2; 147, 1.
Es verdad que según el derecho internacional ningún pueblo puede reclamar la posesión del país donde sus antepasados habitaron hace dos o tres mil años. ¿Qué sería del mapa de Europa si quisiéramos restablecer el orden demográfico de los tiempos de Jesucristo? ¿Y qué dirían, p. ej., los norteamericanos si los pieles rojas les reclamasen los territorios que hoy ocupan los blancos y negros? Los judíos son el único pueblo que no está sometido a la regla general, porque Palestina les corresponde por ley divina, mejor dicho, por misericordia divina, lo cual testifica el mismo Dios en Deut. 9, 4-6.
Es interesante que el Sionismo, que no se inspira en ideas religiosas, sino nacionalistas y racistas, parece ser el instrumento mediante el cual Dios empieza a dar cuerpo a los planes que tiene reservados para Israel. Y no menos interesante es el hecho de que los pueblos cristianos por medio de las dos guerras mundiales han contribuido a llevar a cabo los proyectos del Sionismo. En reconocimiento de los servicios que los judíos prestaron a Inglaterra en la primera guerra mundial, lord Balfour dirigió a Rothschild el siguiente mensaje: “El gobierno de S. Majestad ve con agrado el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío y empleará sus mejores esfuerzos para el logro de este objeto…” Y después de la segunda guerra mundial les pagó Norteamérica su deuda, ayudándolos con su enorme influencia en la ocupación de la mayor parte de Palestina, incluso el Négueb (Edom) de modo que el nuevo Reino de los judíos se extiende de mar a mar, del Mar Mediterráneo hasta el golfo de Akaba, como en los tiempos de Salomón. Triunfaron sobre siete reinos árabes y su próximo objetivo es ocupar también el resto del país, incluso su capital, Jerusalén.
Antes de la primera guerra mundial había en Palestina 35.000 judíos, hoy su número es veinte veces mayor y en breve pasará de un millón. En todo esto vemos el dedo de Dios. Pero no es todavía el fin. Los judíos que bajo la bandera del Sionismo inmigraron al país de Abrahán, Isaac y Jacob, no piensan en adherirse a la Iglesia. Su conversión a Cristo es un misterio y es muy posible que no se realice así como soñamos nosotros. Será una de las grandes obras que sólo Dios puede hacer, y si lo hace con la pedagogía que hasta ahora ha aplicado, los judíos, y especialmente su nuevo reino palestinense, han de pasar por una catástrofe decisiva que les abrirá los ojos.
Entonces se verificará lo que dice San Pablo: “Si la caída de ellos ha sido la riqueza del mundo, y su disminución la riqueza de los gentiles, ¿cuánto más su plenitud?” (Rom. 11, 12). El Apóstol quiere decir que los judíos, una vez partícipes del Reino de Jesucristo, serán la riqueza espiritual del mundo, quizás sus nuevos misioneros, en aquellos tiempos de apostasía que San Pablo predice en II Tes. 2, 3 y el mismo Cristo en Lc 18, 8. No nos atrevemos a ahondar en este tema, que contemplado en toda su profundidad es tan difícil corno la explicación del Apocalipsis. Con todo queremos hacer notar, con Bover-Cantera (Sagrada Biblia, pág. 996), que es “tradición fundada”, que “la restauración de Israel tendrá por coronamiento la conversión de los pueblos gentiles a la Verdadera religión”.
Temas muy poco tratados son también: la santidad prometida a Israel, la restauración del trono de David, la Reunión de Israel y Judá. A estos hechos se refiere tal vez la misteriosa pregunta de los Apóstoles el día de la Ascensión: “Señor, ¿es éste el tiempo en que restableces el Reino para Israel?” (Hech, 1, 6). Para muchos esta pregunta es tan incomprensible, que la toman como prueba de la poca inteligencia de los Apóstoles y de su falta de espíritu.
Sin embargo, dice la Escritura que Jesús fue visto por ellos después de la Resurrección por espacio de cuarenta días y habló con ellos del Reino de Dios (Hech. 1, 3). ¿Eran los Apóstoles realmente faltos de espíritu? ¿No lo son más bien sus críticos, que quieren negar a los judíos la futura gloria después de su sumisión a Cristo? [iv] Cf. Jer. 31, 33-34; Zac. 8, 22-23; 12, 10; 14, 8-11; Hech. 3, 21; Apoc. 10, 7.
El presente trabajo no pretende resolver el problema judío; su único fin es mostrar que, según las Escrituras, los judíos son un pueblo extraordinario, al que Dios mantiene para cumplir sus promesas. Si hoy reclaman el país de sus antepasados y lo ocupan poco a poco, obedecen, sin darse cuenta, a la voz de Dios, que los congrega de nuevo en aquel pequeño territorio, para obrar en ellos el misterio predicho por San Pablo y los profetas del Antiguo Testamento. Nada sabemos sobre el modo de su realización, pero estamos seguros de que será la obra más estupenda entre la primera y la segunda venida de Cristo, y probablemente el acto preliminar de esta última.


Revista Bíblica, 1949, pág. 99 ss.

Publicado en InfoCaótica, 14-Feb-2014. Imágenes tomadas de la versión publicada en Cova in Deserto, 16-Feb-2014.