viernes, 13 de noviembre de 2015

Fulton Sheen: Derechos y obligaciones.


El mal que padece el mundo se debe, más que a la aparición de ideas nuevas, al repudio de verdades antiguas. Y entre estas venerables verdades repudiadas, ninguna ha traído consecuencias más desastrosas que el abandono del verdadero concepto de la naturaleza humana. El Liberalismo, lo mismo que la doctrina Colectivista, es una deformación de la verdad del hombre. El primero engendró esclavos económicos por su egoísmo individualista, al aislar al hombre de la sociedad; la segunda engendró esclavos políticos al fomentar el egoísmo colectivo y absorber al hombre dentro de la sociedad.
Entre estos extremos, se halla el áureo término medio de la doctrina cristiana acerca del hombre, única que puede servir de base a un nuevo orden social. Ante todo, demos la verdadera definición de la libertad. La libertad no es el derecho de hacer lo que a mí se me antoje, ni la obligación de ejecutar lo que me ordene un dictador; digamos más bien que la libertad es el derecho de hacer lo que debo hacer. En estas tres palabras: “querer”, “deber” y “obligar”, están las alternativas entre las cuales ha de elegir el mundo actual. De las tres, elegimos “deber”.
Esa pequeña palabra “deber” implica que el hombre es un ser libre. El fuego está obligado a arder, el hielo a congelar, pero el hombre debe ser bueno. El verbo “deber” implica la moralidad toda, como poder moral diverso de la potencia física. La libertad no es un derecho a ejecutar lo que queramos, como suele decir tan a menudo la juventud moderna: “Si quiero, puedo hacer esto o lo otro, ¿no es así? ¿Quién me lo va a impedir?” Ciertamente, puede usted hacer cualquier cosa si se le antoja: robar a su prójimo, apalear a su esposa, rellenar colchones con hojas de afeitar usadas y ametrallar las gallinas de su vecino, pero no debe hacerlo, porque el deber implica la moralidad, los derechos y deberes recíprocos.
La doctrina cristiana sobre el hombre afirma, además, que no hay derecho que no engendre su correspondiente deber. Derechos y deberes son correlativos, como el lado cóncavo de una taza para el convexo. Tengo derecho a la vida, pero ello mismo me obliga al deber de respetar la vida de los demás. Y, desde el momento en que no existen derechos sin obligaciones, ambos han de poseer un carácter social. Por ello, en el Cristianismo la más elevada expresión moral no está en defender con egoísmo nuestros derechos, sino en servir a nuestros semejantes. Económica y políticamente, esto implica que cada “derecho” origina una “función” o un “papel”. He aquí la solución propuesta por la Iglesia: reconstruir la sociedad, pero no sobre “derechos” egoístas, sino sobre la base de la “función”, porque “los hombres han de estar ligados, pero no según la posición que ocupen en la bolsa o mercado de trabajo (es decir, de acuerdo con sus respectivos emolumentos) sino según las diferentes funciones que desempeñen en el seno de la sociedad”.
La diversidad entre la sociedad basada en derechos y la que se funda sobre la función es decisiva. En el sentido moderno, los derechos pertenecen al individuo; las funciones, en cambio, son sociales, puesto que están encaminadas al bien común, y sin embargo, ambos son inseparables, pues muchos derechos dependen de la función misma, por ejemplo, mis ojos tienen derecho a ver, pero no pueden ejercitarlo sin antes reconocer su deber de formar parte de mi organismo. Mientras el ojo funciona en el cuerpo, disfruta de sus derechos. Mi corazón tiene derecho a su provisión de sangre, pero no puede ejercitar esa función a menos que demuestre su amor al bien del organismo entero, cumpliendo con su deber de enviar sangre a todos los demás miembros que lo integran. Pues bien, lo que afirmo como verdadero en el orden físico, es igualmente cierto en el orden social, vocacionalmente, desde este punto de vista, el Capital y el Trabajo se relacionan en forma inseparable con el bien común de la sociedad. Este es el fundamento de la justicia social.
Por fin, la doctrina cristiana acerca del hombre está intrínsecamente ligada con el problema de la propiedad. Para este problema se ofrecen tres soluciones posibles. La primera quiere colocar todos los huevos en unos pocos cestos: es el capitalismo; la segunda quiere hacer una tortilla con todos, para que nadie sea dueño de ellos: es el comunismo; la tercera quiere distribuir los huevos en el mayor número posible de canastas: ésta es la solución de la Iglesia Católica.
El derecho de la propiedad fluye de mi personalidad directamente, y cuanto más íntima sea la relación entre los diversos objetos y mi propia persona, tanto más personal será mi derecho a poseerlos; serán más míos cuanto más honradamente les imprima el sello de mi naturaleza racional. Por este motivo los escritos, creación directa de la inteligencia, y los hijos, productos inmediatos del cuerpo, son tan nuestros. Por eso el Estado salvaguarda los derechos de autor mediante leyes de propiedad intelectual, y reconoce que el derecho a la educación pertenece más a los padres que a él mismo. Por consiguiente, el derecho del hombre a poseer, emana de su derecho a ser quien es y a vivir su existencia.
La personalidad es, pues, un núcleo en torno del cual se concentran numerosas zonas de propiedad: muy próximas algunas y otras muy alejadas; dentro de las primeras se hallan el cuerpo, el alimento, la indumentaria, la vivienda, las creaciones literarias y artísticas de nuestra mente y nuestras manos, etc. en las zonas remotas se hallan los elementos superfluos, los lujos de la vida. Por consiguiente, el derecho de propiedad no se aplica igualmente a todo; por el contrario, varía en razón directa de la cercanía o alejamiento del objeto respecto a la persona humana; cuanto más cerca esté de nuestra persona, más profundo el derecho de posesión; cuanto más unido a nuestra responsabilidad interna, más fuerte nuestro derecho a adueñarnos de él, del mismo modo que cuanto más nos aproximemos a una hoguera, sufriremos más su calor. Por eso un millonario no tiene el mismo derecho a su segundo millón que un trabajador pobre a participar en las ganancias, administración o propiedad de la industria para la cual trabaja, por eso también, un hombre no tiene el derecho primario de poseer yate, pero sí el de ganar un salario que le permita vivir. El capitalista que invoca el derecho de propiedad cuando el Estado le obliga a pagar impuestos sobre sus riquezas superfluas a fin de ayudar con ese dinero a los necesitados, no apela al mismo derecho fundamental que invoca el granjero cuando dice que sus vacas le pertenecen. Puesto que la propiedad es extensión de la responsabilidad personal, se deduce lógicamente que cinco acciones en una Compañía que opera con billones de dólares no constituyen la misma suerte de propiedad, ni es tan sagrado nuestro título a esas acciones, como el de la pobre viuda a las cinco bolsas de patatas que ha cultivado en su terrenito. En otros términos, el derecho de propiedad no es absoluto e invariable: se acrecienta de acuerdo con su relación a la personalidad, disminuye cuando esta relación es más remota.
No existe incompatibilidad alguna entre la filosofía social de la Iglesia y el mundo actual; lo que existe es ignorancia, falta de información. El objetivo es restablecer la antigua verdad que afirma que es menester volver a descubrir al hombre, no al hombre-animal del cual tanto sabemos, sino al hombre racional del que tanto ignoramos. Y ese descubrimiento sólo se logrará cuando conozcamos a Aquél a cuya imagen y semejanza fue creado el hombre, pues comenzamos a ser libres cuando Dios comienza a ser importante.

Mons. Fulton J. Sheen